Mudarse de casa es casi mudarse de vida. Es, de hecho, como descubrir que uno tiene muchas vidas subterráneas, vidas que ha vivido y olvidado o vidas que ni siquiera ha llegado a vivir pero para las que se ha preparado por si acaso. Vidas soñadas o muertas que salen de sus sótanos o altillos para interrogar, e incluso para acusar, a la vida real que creemos ser. De repente aparecen cosas sin sentido que en su día seguro que lo tuvieron pero que hoy se muestran agresivas en su inservibilidad absoluta: ¿para qué hemos guardado una red antimosquitos de cabeza agujereada, un casco de montar a caballo con moho, los trozos de un azulejo con dragones azules, maletas de piel rancia, los apuntes de primero de universidad, un puzzle de 5.000 piezas de las que al menos deben faltar 1.500, las tres primeras cafeteras que iniciaron una colección que no tuvo continuidad, decenas de libros que no nos gustaron en su momento y que jamás volveremos a abrir? Aunque hay objetos que tienen cierto valor sentimental (el primer vestidito de una hija, por ejemplo), la mayoría se quedan con nosotros como mojones que marcan un territorio, como la irrefutable prueba de que hemos ido haciendo camino al comprar, como pequeños pisapapeles, que juntos forman un pisapapeles gigantesco, que impiden que nuestra alma salga volando por la ventana. Todos padecemos en un grado u otro un fastidioso y alientante síndrome de Diógenes (ya saben, el que sufren esas personas que convierten sus hogares en vertederos porque no tiran nada, ni los restos de comida, ni los envases, nada de nada) que sale a la superficie sobre todo cuando se muda o cuando se pone a ordenar a fondo su casa.

Mudarse de casa es, por eso, una especie de psicoanálisis a la fuerza que le hacen a uno sus objetos puestos en fila, todo eso que hemos ido acumulando (y es muchísimo lo que acumulamos por inercia, sin darnos cuenta, en esta bulímica sociedad de consumo nuestra) por necesidades innecesarias o por necesidades necias o por necesidades necesarias, vale, que caducan al poco tiempo de haberlo sido. Un psicoanálisis que la materia que somos y la materia de la que nos rodeamos le hace a lo inmaterial, a lo espiritual y a lo intangible que también somos en mayor o menor medida. Y es difícil salir bien parado de un psicoanálisis semejante, ya que casi todo lo que va aflorando en una mudanza es polvo, negrura, actos fallidos, bolsas y más bolsas de basura (los traumas de los que nos limpiamos) seguidas de bultos y más bultos listos para el transporte (los traumas que nos negamos a asumir como tales), la insaciable lujuria del caos, la tachadura de culpa y rencor a la que nos someten los muebles que abandonamos y las exigencias e interpelaciones a las que nos someten los que adquirimos para sustituirles, el vacío de la casa de la que nos vamos discutiendo a gritos con el vacío de la casa a la que nos dirigimos.

Es por todo esto que mudarse de casa también es una buena oportunidad para desalojar peso, es decir, para abandonar lo que solo podría estorbarnos en la nueva casa o vida que nos disponemos a inaugurar. Mudarse no solo para cambiar sino para flotar mejor, para renunciar a lo renunciable de manera natural, para quedarnos a solas con lo sustancial, para convertir las alas de plomo que llevamos adosadas a los costados en alas de luz y aire y nubes. Mudarse para reencontrarse con la libertad que comenzamos a perder cuando guardamos la primera cosa que no íbamos a usar nunca más. Altas y hermosas reflexiones que muchos tenemos cuando nos toca mudarnos de casa pero que se diluyen poco después en uno de los pasillos de Ikea, donde llenamos carros y más carros de estanterías, lámparas, armarios, mesas, escurridores, vajillas y cubos de cocina.