Nadie debería cobrar más que el presidente del Gobierno». Sentencias como esta se oyen con cierta frecuencia y, pensándolo bien, no están carentes de algún fundamento. Puede considerarse lógico que la persona que asume la mayor responsabilidad en el conjunto de la sociedad obtenga también la mayor retribución por el ejercicio del cargo. La lógica sería aplastante si ese fuera el criterio exclusivo determinante de los esquemas retributivos en el mercado laboral, pero no lo es. Artistas, deportistas o ejecutivos perciben remuneraciones a veces astronómicas por sus servicios profesionales.

El volumen de negocio que una persona es capaz de generar ayuda a explicar en algunos casos las inmensas retribuciones percibidas. La singularidad de ciertas habilidades profesionales, siempre que existan posibilidades de explotación a gran escala o de creación de valor añadido, es otro factor que incide en la misma línea. El juego de la oferta y la demanda aplica sus propias normas en una economía de mercado, aunque no siempre este funcione de una manera precisamente ejemplar ni coherente. No suele existir, en cambio, escasez en la oferta de «servicios políticos», que, a diferencia de otros, no son objeto de diferenciación, en términos de compensación económica individualizada (en ocasiones, ni siquiera de votos), en razón de su mayor o menor calidad o eficacia.

La retribución del presidente del Gobierno de la nación viene fijada, como la de otros altos cargos públicos, en los presupuestos generales del Estado. Para 2011, dicha retribución era de 78.185 euros brutos anuales, después de haber sufrido una merma del 15% respecto a la vigente un año antes. Con independencia del juicio que pueda merecer el importe de esta remuneración, ¿constituye dicha cifra la referencia correcta para llevar a cabo comparaciones?

Al respecto hay que pronunciarse inmediatamente acerca de las dificultades existentes para aportar una valoración objetiva, desde un punto de vista económico, de la renta percibida por un máximo responsable gubernamental. No obstante, es evidente que a la mencionada cifra habría que adicionar algunas partidas:

a) De entrada, al menos en alguna proporción, los gastos personales cubiertos (sin considerar las prestaciones y servicios especiales recibidos por razón del cargo) que impliquen un desembolso para un asalariado normal (incluido el importe correspondiente del impuesto sobre la renta).

b) Igualmente algún cómputo habría de otorgarse a las rentas públicas percibidas al abandonar el puesto, aunque parte de ellas esté vinculada a la disponibilidad de sus servicios de asesoramiento (también, coherentemente, en cualquier ocupación debe considerarse el salario diferido asociado a las prestaciones de jubilación, públicas y privadas). En febrero de 2011 se presentó, por cierto, en el Congreso de los Diputados una proposición no de ley que abogaba por establecer un límite temporal a las prerrogativas concedidas a los presidentes del gobierno al cesar en el cargo.

c) La explotación de los derechos de imagen acumulados durante el período de mandato puede llegar a alcanzar un elevado valor, que no debe pasar desapercibido: los ingresos por edición de memorias, los altos cachés de las conferencias o las facilidades para ocupar puestos de relevancia en el sector privado, entre otras ventajas, no han de caer en saco roto.

d) En fin, el hecho de que haya personas dispuestas a renunciar a importantes retribuciones en el sector privado por un sueldo menor viene a reflejar que, al margen de la vocación de servicio a la sociedad, el desempeño de puestos de alta responsabilidad lleva aparejadas satisfacciones subjetivas no monetarias, de gran valor para los políticos en el ejercicio del poder.

Ciertamente, es una tarea compleja poder cuantificar de forma inequívoca el valor presente de todos esos componentes retributivos, de una u otra naturaleza. Además de las dificultades metodológicas, la cifra exacta dependerá, evidentemente, de circunstancias específicas, pero no parece muy arriesgado afirmar que, dentro de unos límites, es muy probable que exceda holgadamente del guarismo publicado en las páginas del Boletín Oficial del Estado.

Adam Smith dejó escrito en La Riqueza de las Naciones que «las remuneraciones exorbitantes de actores teatrales, cantantes de ópera, bailarinas, etc., se fundan en estos dos principios: la rareza y mérito de esa clase de talentos, y el descrédito de emplearlos en esos menesteres… Tan pronto como mudasen la opinión o el prejuicio con respecto a estas ocupaciones, su recompensa pecuniaria disminuiría rápidamente. Un mayor número de personas se dedicaría a esas actividades, y la competencia disminuiría muy pronto el precio de su trabajo».

Felizmente, en un régimen democrático, no escasean los candidatos a presidir el Consejo de Ministros, lo que no debería ser un factor a tener en cuenta para escatimar una retribución digna y adecuada. La trascendencia de sus decisiones para la sociedad avalaría el otorgamiento de una compensación «exorbitante», en el supuesto de que aquellas fueran las más acertadas, pero, afortunadamente, todavía hay valores tan importantes que no admiten ningún tipo de valoración económica y que no podrían cumplimentarse con ninguna suma dineraria. Por supuesto, si se desea, la retribución oficial asignada a un presidente del Gobierno puede ser utilizada como referencia informativa o benchmark, pero para ello sería recomendable calibrar adecuadamente todos sus componentes presentes y futuros.

[José M. Domínguez Martínez es catedrático de Hacienda Pública de la Universidad de Málaga]