En 1971, el director de cine Werner Herzog preparaba una escena para la película Aguirre, la cólera de Dios, en la que varios centenares de cerdos avanzaban por un desfiladero cubierto de nieve, a más de 4.ooo metros de altitud; los animales, lejos de la seguridad de la ciénaga, se tambaleaban, confundidos por el vértigo y el frío. La pieza, que fascinaba a Klaus Kinski, fue retirada finalmente del guion. Herzog quería mostrar con ella la imbecilidad sanguinaria de los conquistadores, pero su resultado, estrictamente literario, adquiere ahora un trasfondo apocalíptico, de una belleza consuntiva, final, como el último y rabioso estallido de una pulpa o una maniobra de evasión condenada en otro tiempo, de antemano. Justamente lo que sonaría estos días si alguien se atreviera a agarrar al mundo y agitarlo como un sonajero.

Por todas partes huyen las ratas de la imaginación, cercadas por la marcha del Euríbor, de la tensión nuclear. La vida es un estado de ánimo indecoroso, que ni siquiera remiendan Rajoy y sus santos patronos. Una avería demasiado gorda. El otro día soñé con Luis de Guindos. Estaba sentado en una pequeña mesa de terciopelo con patas en forma de busto de gallina, vestido con medias rosas y borceguíes. Desde mi posición, con la cabeza ligeramente inclinada en el cabecero de la cama, alcanzaba a ver el broche de su peluca gris, impecable y muñida, al estilo otoño de D’ Alembert.

De Guindos peroraba sobre la destrucción. Sonaba solemne y convencido, por otra parte como todos los hombres con medias que se cuelan en el esperpento nocturno del subsconciente, ese país repleto de moscas, y últimamente de economistas, asesores y contertulios de la televisión. La crisis ha penetrado a las bravas en el lavavajillas, la macroeconomía se funde con el sofá en una perversión hegeliana que sólo se activa con las guerras, la conexión íntima y sollozante con lo que cuchichea por encima del espacio doméstico, de la maraña particular. Se retira la etiqueta del bote de cacao y se piensa en el déficit, en la caída de un cometa, en el socialismo chandalero, en el supermartes y el ayatolá. «No fuimos educados para esto».

Estamos burlados e indefensos, como los cerdos fuera de su medio natural, correteando por el precipicio con una bengala en la cabeza de la piara, entregados a la fragilidad de las correcciones, en mitad de la avalancha mortal. «Imagínese que hay una crisis y no salimos nunca». Han pasado cuatro años desde la porquería de las subprimes y España agota sus vales de esperanza. Pronto no habrá más carteles de cambio. «Resta saber cuántos cerdos se hincharán frente al usufructo de la desgracia. Cerdos inflados como palomos». Así hablaba Luis de Guindos en mi sueño. Cierren las ventanas cada noche. Se puede filtrar el espectro de algún chambelán o camisa blanca del ministerio. La época de la economía de los profetas. De la competición de los mensajes sórdidos y teóricamente inevitables. Sálvese quién pueda. Qué más queda por decir.