Para la polis griega, no había peor gobierno que el de los ricos. Precisamente Aristóteles advirtió del peligro que se cierne sobre un pueblo cuando la diferencia entre pobres y ricos se agranda en exceso. Frente a la serenidad de la moderación -ese instinto de la virtud clásica-, los griegos cifraban en la riqueza el vicio de la hybris, del afán descontrolado y la falsa confianza que conduce al orgullo y al aislamiento. Al creernos autosuficientes, la sociedad se atomiza, diríamos que se desmiembra, esclava de las pasiones de clase. El hombre deja de ser el centro de la política y es suplantado por un sucedáneo como la economía, ya sea en su acepción neoliberal o estatista. Hablaba de la polis, aunque pienso en el mundo actual, sometido al vaivén de los mercados financieros. Leemos las sumas astronómicas que ganan los directivos de la gran banca o los deportistas de elite. Anteriormente, los dioses del Olimpo fueron los promotores inmobiliarios o los constructores. El principio es universal: los excesos se pagan -tarde o temprano-, arruinando además los equilibrios sociales.

De hecho, pienso que la ventaja del sentido conservador radica en su apreciación de los límites de la realidad. Se trata de un instinto práctico que busca suavizar los filos del exceso. No me refiero a ningún principio Lampedusa -las aguas estancadas y sucias de lo estamental-, sino a la libertad que se proyecta en la ley y que, por eso mismo, se regula a sí misma y se organiza en sociedad. Detrás de la historia política de Occidente -en lo que tiene de virtuosa- subyace esta voluntad moderadora, cuyo distintivo es la elegancia de la contención. Hoy sabemos que los países cohesionados son más competitivos y que resisten mejor los shocks de la globalización. Sabemos que la calidad y la independencia institucional son un factor clave en el desarrollo. Sabemos que los déficits estructurales acaban siendo intrínsecamente perversos a largo plazo. Sabemos, en definitiva, que libertad y justicia conforman dos variables de una misma ecuación.

Sin embargo, hablaba de Grecia y de sus lecciones: la maldad de la plutocracia, el vicio de la autosuficiencia, del orgullo desmedido. ¿Podemos aplicarnos, al menos en parte, al resto de Europa? ¿Y a España? Supongo que sí. Ahí está el crecimiento desmesurado -por insostenible- de tantos servicios públicos, la brutal expansión crediticia, el give me two de los turistas españoles en Nueva York. Los avances en la calidad de vida -más recursos sanitarios, deportivos, culturales- no se correspondía con una mejora significativa del capital humano o del tejido innovador. Al contrario, asistimos a una fractura soterrada de la sociedad, en la que el talento -y el esfuerzo- chocaban contra un muro forjado por el engreimiento. En un brillante artículo publicado en El País, César Molinas constataba que la riqueza en España (salvo honrosas excepciones) no es de origen meritocrático sino estamental y cortesano o, lo que es lo mismo, está fundada en la cercanía al poder. La consecuencia es evidente: se dificulta el dinamismo social -ya que no se hace depender de la capacidad- y se refuerza el corpus de privilegios a través de la telaraña de la burocracia; de tal modo que el despliegue del poder político -de las taifas autonómicas y locales a ese kilómetro cero que coloquialmente llamamos «Madrid»- ha venido a reforzar aún más el esqueleto estamental de nuestro país, en lo que podríamos denominar una confluencia de intereses.

La tesis de Molinas viene corroborada por otro artículo que he leído esta semana, y que firma en El Periódico Francisco Longo. Se titula «Weber vuelto del revés» y en él se plantea la paradoja de que los funcionarios se hayan convertido en el principal vivero de la clase política. De fondo, la idea de la colonización de la política por la burocracia como un reflejo del modo clientelar de entender el poder, donde lo importante es preservar un determinado statu quo, que no es estrictamente el funcionarial, sino más bien una arquitectura de ineficiencias que favorece a ciertas capas del país. Eso no nos aleja mucho de la plutocracia, temida por los griegos. Porque con cinco millones de parados, el miedo a la competencia y a la libertad, a la justicia y a la equidad, no parece el mejor diagnóstico.