El estado soberano de Islandia ha comenzado el juicio a su anterior presidente del gobierno, supuesto reo del delito de una mala gestión de la crisis económica. La noticia la he sacado de la sección de internacional de los periódicos, no del suplemento literario, apartado de ciencia ficción. Pero es verdad que, desde la perspectiva que da el ser ciudadano del reino de España, la cosa parece de novela. Aquí, a los presidentes que cesan no sólo no les ponemos bajo lupa por lo que hace a su gestión sino que les otorgamos un sueldo principesco de por vida lo hayan hecho bien o mal. Es más; se les sitúa como miembros natos –es decir, vitalicios– del Consejo de Estado, máximo órgano consultivo del Gobierno de acuerdo con el artículo 107 de la Carta Magna. De momento no se incluye en el concordato mantenido a viento y marea con la Iglesia católica el que se promueva su ascenso a los altares pero todo se andará.

Digo yo si no estaremos confundiendo nuestra capacidad para terminar con los privilegios aristocráticos, tan celebrada hoy gracias a la acción de unos pocos jueces –uno solo, vamos– y un puñado de fiscales. La idea de que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley implica en teoría eso, que lo somos, y no que lo seamos más o menos en función de los cargos ocupados. Ser presidente del poder ejecutivo es una tarea difícil, en ocasiones hercúlea y a menudo ingrata. Pero resulta de una beatería peligrosa el creer que, por esa razón, cualquier que ocupe el cargo está ungido de una bondad angelical, una inteligencia suprema y una capacidad infinita para acertar en todas y cada una de las decisiones que se toman. Hemos podido comprobar de la manera más dolorosa que existe que el cargo de presidente del Gobierno español puede quedar en manos de alguien de muy escasas luces y tendencia obsesiva hacia la verborrea inútil. ¿A santo de qué aplicar una fórmula de reconocimiento y premio automáticos por mucho que sea el alivio tras su abandono del cargo?

El señor Haarde, compareciente ante el tribunal islandés que vela por el cumplimiento de la ley por parte de los miembros del Gobierno de ese admirable país podrá ser absuelto o condenado pero lo importante, lo que cuenta, es su imputación. Islandia es capaz de olvidarse de las pompas automáticas y estúpidas para entrar en lo crucial, que es la asunción de responsabilidades. Si aquí, en España, el presidente Rajoy se decide por enviar a las Cortes un proyecto de ley que siga por esos mismos pasos habrá que darle un reconocimiento muy superior al que recibiría sin hacer nada o llevando a cabo multitud de disparates. De eso va un Estado de derecho, no de condecoraciones triviales y loas de trámite al estilo de las que abundan en los países de los sátrapas pintorescos. Si al ver a un dictador con la pechera del frac cargada de medallas nos da la risa, también deberíamos reírnos, o asquearnos, ante el trato que damos nosotros a quienes llegan al paraíso sin más que convertirse en cesantes.