Si la crisis sirviera para cambiar alguno de nuestros vicios, al final sería benéfica. La obesidad, y los malos hábitos en la alimentación, causan ya tantas víctimas como el hambre, según un papel de la ONU. Son los genocidios opacos o invisibles, como el de la carretera. En el genocidio alimentario está implicado todo el sistema: la educación, la sanidad, la industria, la distribución, la comunicación y las familias. Naturalmente también lo están las terminales inteligentes, o sea, los individuos que deciden qué, cuánto y cómo comen, pero en un sistema totalitario, como lo es en su conjunto la democracia consumista de mercado (sólo que el gran hermano es también invisible), libre decisión y culpa individual cada vez son menos evidentes. No se trata de esperar que la crisis llegue a quitarnos de comer, sino que las manchas y tormentas del sistema nos hagan replantearnos su validez.