Una intervención episcopal de una cofradía es cosa seria. Supone dejar en suspenso los órganos de gobierno habituales, que quedan supeditados a un gestor que debe velar por los intereses de la hermandad, limar asperezas y conseguir que la hermandad sea eso, una hermandad. Estas decisiones se fundamentan -o al menos así debe ser- en dos condicionantes: la medida debe ser limitada en el tiempo y la actuación de la gestora tiene que estar regida por la ecuanimidad.

Hay que reconocer que en un mundo ideal no serían necesarias las intervenciones. En otro menos ideal, pero aceptable, estas serían rápidas, efectivas y neutrales. Sin embargo, estamos en Málaga y la realidad es la que es. No podemos contar todas las intervenciones en las cofradías por éxitos y es algo que no nos podemos permitir. El trauma que supone esta decisión para una cofradía exige alcanzar sus objetivos.

Zamarrilla es un ejemplo de la falta de efectividad de una medida que es extrema. Que no es el último recurso pero que, por lo menos, debe ser el penúltimo. Seis años después de que fueran suspendidos sus órganos de gobierno, la hermandad sigue dividida de forma profunda y con una fuerte contestación interna a una gestión que no ha calado.

El último ejemplo de esta situación fue el cabildo celebrado hace dos semanas y en el que se iba a votar la adaptación de los estatutos a las reglas diocesanas. No consiguió apoyo suficiente de los hermanos, con 53 a favor y 41 en blanco. La división se hace más patente si se atienden a los rumores, que hablan de tres posibles candidatos ante la inminencia de una convocatoria electoral. No uno ni dos. Tres. No se puede hablar de unidad, sino de ruptura.

Aquí hay algo que falla. Seis años para esto. Es demasiado castigo para encontrarse en el mismo punto que cuando se decidió la intervención en diciembre de 2005. Parece que se está siguiendo el mismo camino del Rocío, donde los problemas actuales son herederos de heridas que no se terminaron de curar cuando el Obispado intervino hace una década para poner paz.

El problema no es nuevo ni, desgraciadamente, desaparecerá. Escuchar, hablar y consensuar son tres aspectos que deben ser claves en una hermandad. Es el único camino para salir de una intervención. Seis años y no sacar adelante una votación sencilla es una muestra clara de fracaso. Toca ser valientes y pensar qué se ha hecho mal.