En tiempos de crisis económica, suelen verse largas colas de personas en las administraciones de lotería para apostar a la quiniela de fútbol, la primitiva, la bonoloto, la quiniela hípica, el cuponazo, el sorteo de la Once, la lotería nacional o la de la Conchinchina. Cada cual es libre de gastarse el dinero en lo que quiera, siempre que no juegue con el pan de sus hijos. Lo peor es que muchas empresas juegan con la ilusión de miles de criaturas al hacerles ver que son afortunados en el juego, cuando en realidad o es un fraude (algo que ocurre en la mayoría de los casos) o tienes una opción entre un millón de que te toque el premio en cuestión.

El Gobierno central, regional o local debería poner freno a este tipo de actitudes por parte de las sociedades que se dedican a manipular los sentimientos. El Gobierno debería investigar a muchas de estas empresas, que atacan por todas partes: en programas de televisiones locales con juegos de palabras presentados por exconcursantes de Gran Hermano, a través de internet o del móvil o, simplemente, al adquirir un lote de libros, ir a hacer la compra o destapar un tapón de un refresco. La lucha encarnizada de los negociantes por llamar la atención del cliente de manera fraudulenta, que ocurre en un tanto por ciento muy elevado, parece no tener fin. Hay que decir: «Basta ya». En un mismo día, casi me ha tocado un coche, casi he logrado un viaje a las Islas Canarias y casi he conseguido un sueldo durante un año.

Como es lógico, la clientela a la que va destinado este cúmulo de mentiras (no todas ellas son, pero sí muchas) es gente menor de edad, mayor de 65 años o del perfil medio-bajo en cuanto a estudios se refiere. Pero «martillean» a todo tipo de personas. Son cansinos en su afán de captar clientes fáciles de engañar.

Hace un par de meses vi en un programa de televisión a una chica a la que invitaban a lanzar un dardo a una pared, en la que se estaban todos los números de teléfono de España. «Tiene que darle al suyo, a su número de teléfono», le decía el organizador del experimento. «Pero si eso es casi imposible», decía la mujer. «Pues esas son las posibilidades de que le toque la lotería», interpelaba el señor con corbata.

Anoche soñé que me había tocado un viaje a la luna al destapar una tableta de chocolate. Estaba más entusiasmado que nadie. Imagínese: ir a la luna gratis, cuando cuesta cientos de miles de euros. El problema es que cuando iba rumbo al espacio, me di cuenta de que el billete era sólo de ida. Así que aquí estoy, en la luna, como muchas de esas personas que se dejan engañar por el premio que le va a tocar y que al final se llevan la desilusión de su vida. O tienen la buena suerte de que dan con uno de los escasos sorteos sin fraude.