Hubo un tiempo en el que para llegar de la clase media a la indigencia había que esforzarse lo suyo. No digo que fuera preciso estudiar, pero casi. En cualquier caso, se necesitaba bastante vocación. De hecho, en todas las familias de clase media ha habido tradicionalmente un tarambana (a veces dos) con aspiraciones secretas a clochard. Rara vez, sin embargo, completaban el ciclo porque ahí estaba toda una red formada por padres, hermanos, cuñados, suegros y demás familia dispuestos a evitar que el tarambana cayera en el abismo. Conozco en mi medio gente que, sin haber trabajado en su vida, no ha conocido los sinsabores de vender pañuelos de papel en un semáforo.

Todo esto está cambiando a una velocidad de vértigo. Ahora mismo, de la clase media a la pobreza no hay más que un escalón. Quiere decirse que conviene bajar y subir las escaleras con cuidado. Basta un tropiezo para precipitarse en las tinieblas de la indigencia. Ha desaparecido esa zona intermedia dominada por la menesterosidad. Un menesteroso no era todavía un pobre, y no lo sería nunca si administraba bien la escasez. Muchos de nosotros venimos de familias menesterosas en las que se apagaba la luz cuando se salía de la habitación y se utilizaban las raspas de las sardinas para hacer sopa de pescado. Pero incluso desde ahí la pobreza parecía un territorio lejano. La menesterosidad no era un escalón desde el que se llegaba al semáforo, sino desde el que se ascendía a la clase superior.

Ahora vas en el metro o en el autobús, cuentas hasta tres, uno, dos y tres, y alguna de las personas que te rodean, quizá tú mismo, acaba de caer en la pobreza. Y es que ahora la clase media y la clase menesterosa trabajan sin red. Las familiares numerosas eran una red, las leyes laborales eran una red, la solidaridad era una red. Desaparecidas las familias numerosas, las leyes laborales y la solidaridad, la indigencia ha devenido en un territorio próximo. No es preciso viajar hasta él porque él viene a buscarte. Está aquí mismo, en este vagón de tren, en este autobús, en esta panadería a la que acabas de entrar para comprar unas magdalenas. Eso sí, con el déficit acabamos aunque él acabe con nosotros al mismo tiempo. Perra vida.