En la guerra del Peloponeso se jugó una parte de la historia de Europa. Sucedió en el siglo V a.C. y se extendió durante casi treinta años, hasta la victoria de Esparta sobre Atenas en el 404 a. C. Combatían dos conceptos de civilización: las luces de la racionalidad griega frente al autoritarismo militar, la convicción en la fuerza de la palabra frente a la intransigencia del poder. Es difícil encontrar, por ejemplo, una antropología más optimista que la de Aristóteles o un mayor respeto a las virtudes de la inteligencia que el ideal socrático. Atenas reflejó la democracia con un entusiasmo deslumbrante para la Antigüedad. Esparta, en cambio, educaba en el laconismo y en la dureza como forma de expresión. Los niños, al nacer, eran seleccionados conforme a la eugenesia. A los siete años, abandonaban a sus padres para ser formados en la más estricta obediencia. Los jóvenes dormían sobre un lecho de cañas, apenas comían ni se vestían y llevaban el pelo cortado al rape. Primaba el deporte, la gimnasia, la capacidad de lucha y la obediencia. Eran unos combatientes temibles. Roma heredó algunas de sus características, pero no sólo Roma.

Diríamos que Esparta como tentación ha perdurado a lo largo de la historia, y de un modo particular en el siglo XX. ¿Continúan hoy en día enfrentándose autoritarismo y democracia? ¿Dónde emplazar Atenas y Esparta en el actual mapa geoestratégico?

Lo obvio es situar la democracia liberal frente a los regímenes autócratas - de China a Irán, por así decirlo -. La Pax Americana ha permitido el mayor despliegue de libertad y de justicia jamás conocido en la historia. Los notables matices entre la socialdemocracia europea y el conservadurismo anglosajón no han hecho más que enriquecer el principio básico de las instituciones liberales: el respeto a las leyes - votadas y sancionadas en el Parlamento - como garantía de progreso y de equidad. Se puede hablar del cinismo de los imperios, del doble rostro de los Estados Unidos o de los vicios estructurales que afectan a Europa, pero sin duda estaríamos mucho peor si no contáramos con los valores democráticos: la libertad de expresión, de crítica, de pensamiento, la separación de poderes, el derecho básico a la vida, etc. Un mundo colonizado culturalmente por un régimen autoritario sería distinto. El ejemplo lo tenemos a diario en China, donde un objetivo centralizado - la voluntad de devenir un imperio - atropella cualquier derecho individual. La persona queda de este modo convertida en una pieza más de la maquinaria del poder.

Pero hay otra tentación que me preocupa más y es concebir Esparta como una parte de nuestro identidad política. Pensar, pongamos por caso, que la solución a los males de Occidente fuese el cesarismo o la plutocracia. Considerar que debemos ceder nuestras libertades a las exigencias del mercado rupestre de los oligopolios. Suponer, en definitiva, que hay hombres dignos de la esclavitud. Uno entonces retorna a un principio helenístico fundamental: la idea del pudor. El pudor -el aidos como lo concebía Platón en sus diálogos- es aquel sentimiento que reconoce en el otro su dignidad radical de persona, precisamente en lo que tiene de vulnerable. La debilidad en Esparta conducía a la muerte o a la denigración, todo lo contrario de lo que defienden los valores democráticos. Esparta hoy constituye el negativo perfecto de nuestras libertades.