Ya sé ya que muchos de ustedes lo están pasando fatal a cuenta de la crisis y el paro, pero tranquilos. Como dice la canción, «todo lo que necesitas es amor», y el amor –¿para qué vamos a ser cínicos encima?– es gratis. No hay más que ir por la vida con la mente abierta y grabarse en la frente planteamientos positivos como los que lanzaba el otro día el ex primer ministro socialista francés, Michel Rocard, en una entrevista por la publicación de su último libro. Decía el hombre, al tiempo que abogaba, el pobre, por una sociedad menos competitiva y codiciosa, que «los mejores momentos de la vida son los enamoramientos, el nacimiento de un hijo, las buenas realizaciones artísticas o profesionales, las hazañas deportivas, los viajes maravillosos, o muchas otras cosas; y ninguna de estas satisfacciones está ligada con el dinero».

Vale. Yo ya sabía que esto era así y que ninguno de los momentos de felicidad de la vida tiene relación con el dinero. El problema es que nadie más parece darse cuenta. Si no, habría bancos felices que nos perdonarían las hipotecas, tiendas felices que nos regalarían la ropa y socios europeos felices que nos dejarían endeudarnos más allá del 5,3%. En cualquier caso, yo espero que esto no lo lea ninguno de mis jefes por si a alguno se les ocurre hacerme feliz bajándome el sueldo o despidiéndome para que pueda dedicarme a leer en la tumbona debajo del limonero que es lo que de verdad me pone.

La cuestión es que, en estos tiempos en los que te clavan tres euros por una tostada y un café mientras te suben el IBI un 10%, no viene mal ir por la vida recitando letanías del tipo: «El dinero no da la felicidad», «hay gente tan pobre que sólo tiene dinero» o «no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita». Todo esto es verdad, pero a mí, ¿qué quieren? Me cuesta. Ya sé que los momentos más felices de la vida no los da el dinero, pero, con toda la voluntad del mundo por no ser una miserable materialista, no puedo evitar preguntarme si cuando nacieron mis hijos hubiera sido igual de feliz con una orden de embargo sobre mi cabeza o cómo cuernos se las arregla Michel Rocard para realizar viajes maravillosos sin un duro porque yo aún no he encontrado agencias, hoteles, restaurantes y aviones que entiendan que el dinero realmente no sirve para nada. Así que aprovecho este espacio para dejárselo claro a los que me ingresan la nómina cada mes: Prefiero ser un poco menos feliz pero poder pagar la hipoteca y, si quieren pagarme más, no se corten que, si tengo que llorar, mejor en un chalé frente al mar que bajo el puente.