Hace ahora cuarenta años, en 1972, se publicaba la primera edición española de la obra de Josué de Castro, Geopolítica del hambre, texto realizado a partir de otra obra, Geografía del hambre, que el mismo autor había publicado veinte años antes. La Geopolítica del hambre fue uno de esos libros de cabecera que los universitarios españoles de los años setenta y ochenta habíamos convertido en referente académico de una conciencia social y política emergente a finales de la Dictadura y durante la Transición política española, pues encerraba en sus páginas una de las claves más importantes de la desigualdad humana, producto de una historia también desigual entre países ricos y países pobres. «Pocos fenómenos –escribía entonces Josué de Castro– han influido tan intensamente en el comportamiento político de los pueblos como el fenómeno de la alimentación y la trágica necesidad de comer». Sin embargo, hasta el año 1959, con la primera Campaña Mundial de la FAO para combatir el hambre en el mundo, éste apenas había existido como problema para la civilización occidental. Había sido necesario, incluso, que el hambre aguda se cebara en Europa, como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, para comenzar a prestar atención a este problema y no ocultar su realidad en el mundo.

Afortunadamente, en las últimas décadas esta situación se transformó totalmente, y, paradójicamente, Europa y España, antes de la presente crisis, se enfrentaban ya no a un problema de penurias sino de excedentes agrícolas, que tenían que ser adaptados a los criterios de producción, distribución y comercialización establecidos por las autoridades comunitarias. Pese a todo, el problema de la malnutrición y del hambre aún persisten, porque la brecha económica aún existe en el mundo, incluso se acentúa y se altera su geografía, apareciendo enormes desigualdades sociales y económicas.

El hambre comienza a acechar a los países supuestamente desarrollados, donde crecen las bolsas de pobreza y de marginalidad, agravadas por la crisis actual. Por ejemplo, algunas ONG han denunciado la existencia de malnutrición en la población infantil española; además de existir malos hábitos alimentarios en las sociedades más opulentas que provocan obesidad y enfermedades asociadas. Tanto la desnutrición en países desarrollados como las hambrunas que padecen millones de personas en lugares como el cuerno de África son ejemplos extremos de un mismo problema que sigue afectando hoy a una gran parte de la humanidad, mientras la mayoría de los países avanzados disminuyen sus ayudas al desarrollo incumpliendo los Objetivos del Milenio. En medio de este panorama desalentador, las mujeres del Tercer Mundo representan una fuente de esperanza para muchas personas por su trabajo y dedicación. El 16 de octubre de 1998, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), con ocasión del Día Mundial de la Alimentación, instituido para celebrar el aniversario de la fundación del citado organismo internacional, presentaba el lema «La mujer nutre al mundo», con el que pretendía mostrar que eran las mujeres las que producían más de la mitad de todos los alimentos que se cultivaban en el mundo, pese a ser apenas propietarias del 2 por ciento del total de las tierras. A finales del siglo XX, las mujeres producían en el África Subsahariana y en El Caribe el 80 por ciento de los alimentos básicos; y entre el 50 y el 90 por ciento del trabajo en los arrozales de Asia estaba a cargo de las mujeres.

Además de ser las principales encargadas del mantenimiento de la familia. A pesar de ello, según un informe de la FAO de aquel mismo año, existían más de 800 millones de personas desnutridas en el mundo. Han transcurrido apenas catorce años desde entonces, y la situación no solo no ha cambiado sino que ha empeorado en muchas zonas rurales y urbanas. El pasado año ya eran 1000 millones de personas las que pasaban hambre en el mundo. Pero las mujeres siguen desempeñando el mismo papel de sustento, ocupándose en esas zonas de todo el proceso de almacenamiento, conservación, comercialización y elaboración de los alimentos cultivados, garantizando la seguridad alimentaria de la población, y permaneciendo «invisibles» para las estadísticas oficiales, sufriendo doble marginación por el hecho de ser mujeres. Hace escasamente unos días, el 8 de marzo, se celebraba el Día Internacional de la Mujer, razón demás para que recordemos hoy aquel 16 de octubre en que la FAO situaba a la mujer en el centro de sus campañas contra el hambre para hacerla más visible y reconocer su vital aportación.