Tal que si fuese uno más de los «nuevos pobres» generados por la crisis en Portugal, el presidente de la República de al lado se queja de que sus ingresos apenas le alcancen para vivir al día. Los políticos -al igual que los ricos del culebrón- también lloran: y más aún si han de arreglárselas con su paga de pensionista como hace Aníbal Cavaco Silva, tras renunciar al sueldo que le correspondería por su cargo de jefe del Estado.

El caso de Cavaco parece refutar la idea de que los políticos son gente bien pagada, pero tampoco hay que confiar mucho en las apariencias. En realidad, el presidente portugués optó por los 10.000 euros mensuales que le reportan sus dos pensiones, en lugar de los 6.000 que le tocarían si eligiese el salario -ciertamente modesto- de la más alta magistratura de su país. Pero ni por esas. Mucho deben de haber subido el IVA y el coste de la vida en Portugal para que el pobre Cavaco pase apuros a fin de mes con una soldada de veinte billetes grandes.

No lo han entendido así, desde luego, los 40.000 ciudadanos que avalaron con su firma una protesta ante el Parlamento para quejarse por las quejas salariales de su presidente en un país donde el sueldo mínimo no llega a los 600 euros. Los congresistas se declararon, con toda verdad, incompetentes para abrirle un proceso al jefe del Estado.

A favor de Cavaco cumple decir que es un reputado economista al que algunos atribuyen la paternidad del «milagro económico» portugués durante su mandato de diez años como primer ministro, entre mitades de la década de los ochenta y los noventa. El país experimentó entonces un notable desarrollo, aunque aquel milagro -al igual que el boom español del ladrillo- debió de ser más bien efímero a juzgar por la desdichada situación económica de Portugal a día de hoy.

Sensato e imprevisible a partes iguales, Cavaco ofrece el perfil típico de los gobernantes portugueses que, por contraste con sus colegas españoles, suelen unir el dominio de idiomas a un magnífico expediente académico en varias universidades. Ya de izquierdas, ya de derechas -que esa es cuestión anecdótica-, todos ellos son gente ilustrada y de tendencias vagamente británicas, como acaso corresponda al país que mantiene con Inglaterra la más duradera alianza entre naciones desde el Tratado de Windsor.

Tal vez esa influencia inglesa explique los imparciales rasgos de discreción y, sobre todo, de excentricidad, que últimamente han dado tanta nombradía en los medios a Cavaco Silva. El jefe de Estado que ahora se queja de la parquedad de sus ingresos en un país económicamente intervenido es el mismo que años atrás -cuando ejercía de primer ministro- afirmó: «Nunca me equivoco y pocas veces tengo dudas». Y el que hace apenas unos meses se felicitó al ver «la sonrisa de las vacas» durante una visita a las Azores. «Están satisfechísimas mirando al pasto que comienza a verdear», explicó Cavaco en lo que quizá fuese una variante algo más barroca y lusitana de la metáfora de los «brotes verdes» popularizada aquí por una anterior ministra de Economía.

Igualmente impredecible en asuntos más serios, el conservador Cavaco no ha dudado en censurar a los gobiernos de la UE que se dejan «chantajear» por las agencias norteamericanas de calificación de riesgo. Y también, ya puestos, al gobierno de su propio país y de su misma cuerda ideológica que, a juicio de Cavaco, ha violado principios básicos al suprimir las pagas extraordinarias a funcionarios y pensionistas.

Sorprende ya un tanto más que el propio presidente parezca incluirse a sí mismo en el pelotón de los «nuevos pobres» creado por la crisis y los tijeretazos al bolsillo del contribuyente. Mal pintan las cosas para un país cuando su jefe de Estado se queja de que no le alcanza el sueldo, aunque no convenga tomárselo al pie de la letra. Y es que también los políticos tienen derecho a llorar.