Las condenas a Jaume Matas, en relación a la fraudulenta contratación de Antonio Alemany, como autor de sus discursos no son sino el primer eslabón de una larguísima cadena de 26 piezas en las que está imputado el expresidente de la comunidad. Entre ellas, todas relacionadas con la financiación del Palma Arena, figuran asuntos como la contratación de Calatrava y la maqueta de la Ópera, la financiación ilegal del PP, la contratación irregular de los arquitectos Schumann y los hermanos García-Ruiz, los convenios con el instituto Noos de Urdangarin, las comisiones relacionadas con el palacete, blanqueo de capitales…

Nada puede alegrarnos más que la sensación de que se está haciendo justicia. Pero este sentimiento deberá estar enmarcado en la convicción de que si esto es lo que finalmente ocurre, será debido, no al buen funcionamiento de las instituciones, sino al desencadenamiento de hechos debidos en buena parte al azar. Recordemos que sin el cambio de gobierno del año 2007 y el correspondiente traslado a la fiscalía de las irregularidades del Palma Arena, la denuncia anónima del enriquecimiento de Matas y el rescate por el juez Castro del expediente por enriquecimiento que el fiscal general nombrado por el gobierno socialista, Cándido Conde Pumpido, quería archivar, no estaríamos donde estamos. El sistemático dinamitado de los controles administrativos por parte de socialistas y populares mediante la coartada de agilizar la gestión pública, la proliferación de empresas y organismos públicos para orillar los escasos controles restantes, el clientelismo de la partitocracia y la llegada al poder autonómico de una clase política ajena a los valores de la transición, infestada de profesionales de la política y de corruptos ha puesto en jaque no solamente a la estructura autonómica del Estado, que es donde se han visualizado con mayor fuerza sus deficiencias –en Baleares, el período de gobierno de UM y PP en años pasados ha sido el más corrupto y oscuro de su historia–, sino las bases de funcionamiento del propio sistema político. La imputación por corrupción a Urdangarin ha sido la guinda que hace temblar todo el edificio institucional.

Se tiene la sensación de que el propio gobierno del PP, al indultar a los condenados por corrupción de UDC, el partido de Durán Lleida, está lanzando el mensaje de que va a subordinar la lucha contra la corrupción a sus intereses políticos. Una muy mala noticia. Olvidémonos por tanto del PP como instrumento de saneamiento político, es uno de los dos principales causantes del desastre y beneficiario directo del sistema. La única esperanza está en la justicia. Pero de una justicia que podría estar mediatizada. ¿Cómo puede entenderse el procesamiento de Isabel Pantoja y la exculpación de una Cristina de Borbón beneficiaria directa, en el palacete de su copropiedad, de los recursos aportados fraudulentamente por Urdangarin a través de una sociedad de la que es accionista al 50%? La supervivencia del sistema puede estar en cuestión en tanto que tantos escándalos como estamos viviendo, principalmente protagonizados por los partidos que monopolizan el poder, PP y PSOE –lo de Andalucía es otra muestra de degeneración del sistema–, pero que han alcanzado la imagen de la jefatura del Estado, no se sustancien en resoluciones ejemplares. Hay mucha gente muy indignada y el paro aterrador y la sensación de estar sometidos al expolio de unas bandas de saqueadores, tremenda. Cualquier señal de componenda de la justicia puede encender una chispa justiciera, pero el estricto cumplimiento de la justicia puede remover los cimientos del Estado. ¿Alguien se imagina a Cristina de Borbón en la cárcel? No nos basta con el azote del paro, tendremos que arramblar con el riesgo de una posible crisis institucional en plena incertidumbre económica, con el agua al cuello –de momento el sistema se encastilla: el homenaje a La Pepa se convierte en un homenaje al rey–.

Qué extraña pareja la sentada en el banquillo y condenada, Matas y Alemany. La altivez y la soberbia y la mirada torva del primero refleja la incapacidad de asumir el grado de ignominia que su figura merece a sus conciudadanos, de desprenderse de la imagen de prepotencia que cultivó en sus delirios de escalada social. Es, posiblemente, el personaje más despreciado por todos. Por sus víctimas –todos–, y por sus correligionarios, aquellos que en el govern y en el partido asentían a su indiscutido poder.

La actitud del segundo, rayana con la euforia delirante –recibió 80 millones de la antiguas pesetas por los discursos que redactaba como negro de oro y elogiaba como periodista; declaró que no le parecía estar bien pagado– es la consecuencia de estar donde nunca creyó posible, por el «orden natural de las cosas». Por dinero. Una manera estúpida de estropear una biografía. Ambos, un triste epítome de una época para olvidar, pero que sigue presente.