Alguna vez he referido aquella anécdota del clásico que, oyendo en el café un buen montón de alabanzas, preguntó: «¿Contra quién va ese elogio?».

Los españoles, con nuestra sombra de Caín a cuestas, somos así. Cuando nos deshacemos en cumplidos hacia alguien siempre está detrás la oculta y pérfida censura de un tercero. Aunque también es cierto que a veces lo hacemos contra nosotros mismos, autodestructivamente.

Ahora se ha puesto de moda loar el modelo chino. Lo hemos convertido en un lugar común, en uno de esos tópicos que tanto nos gusta usar, quizás porque nos ahorran pensar por nuestra cuenta, ese asunto tan molesto. De manera que últimamente hemos podido escuchar en boca de algunos próceres y de afamados empresarios que debemos copiar el modo de hacer de los chinos, su pasión por el trabajo, su dedicación casi exclusiva, su laboriosidad.

No sé qué pensar de todo esto. Ya digo que sospecho de los halagos pero, además, siempre he sido muy reacio a las comparaciones, y ésta es una de las que más rechazo me produce. Aunque ninguno de los entusiastas propagadores lo dice, tengo la sensación de que en el fondo del argumento lo que subyace es que les gustaría que trabajásemos dieciséis o dieciocho horas al día cobrando los doscientos cincuenta euros mensuales que viene a cobrar, de media, un trabajador chino. Estoy seguro de que eso les haría enormemente felices. Y para tratar de convencernos de tan maravilloso sistema se dedican a denostar nuestro modelo cultural, que quizás es un poco, sólo un poco, más joven que el modelo oriental, pero que también está asentado en algunos milenios de tradición. Un modelo cultural que, entre otras cosas, fundamenta en el ocio una parte muy importante del crecimiento personal y de la cohesión social. Los occidentales, pero especialmente los mediterráneos, tenemos en alto aprecio nuestro tiempo libre. Sabemos disfrutarlo, compartirlo con la familia y con los amigos, le sacamos un enorme partido. Nuestra vida es más vida, o al menos así lo vemos la mayoría, cuando podemos disponer de tiempo para vivir, cuando no todo es trabajo y subsistencia.

Pero de un tiempo a esta parte parece que hay que desmontar ese modelo, destruirlo como sea. No me extraña que haya algunos interesados en convertirnos en trabajadores productivos, laboriosos y dóciles al estilo oriental, capaces de conformarnos con que, un par de veces al día, nos rellenen el cuenco de arroz, renunciando no sólo a nuestra vieja cultura, sino también a nuestros no tan antiguos derechos. Pero debemos hacer algo por impedirlo. No vaya a pasarnos como con la dieta mediterránea allá por la década de los setenta del siglo pasado, cuando fue demonizada en beneficio de otros modelos gastronómicos, con todos los parabienes de la ciencia, para un par de décadas más tarde y un altísimo número de muertos por infartos, darnos cuenta de que jamás debimos abandonar las buenas y sabias costumbres de nuestros mayores sólo porque lo mandaba, entonces como ahora, el mercado.