Lo más terrorífico del terrorismo no es el hecho en sí, ni el argumento, sino la mente humana reflejada en su espejo. La muerte de inocentes forma parte, tristemente, de la dieta de cada día, y, aunque haga daño al tragarla, al final pasa. En cuanto al argumento, sus ingredientes no difieren tanto de los de cualquier guerra: en el escaparate una causa, un dios, unos símbolos, y en la trastienda un poder en juego y un instinto de muerte. La mente del terrorista ya es otra cosa. Por ejemplo, en este caso, un francés de origen magrebí, sujeto por tanto a todos los mensajes, estímulos, costumbres, sensaciones y gustos de Occidente, pero que escondía un disco duro irreductible, blindado, conectado sólo al ordenador central de una fe implacable. El mayor terror lo provoca la existencia de esa caverna en el centro de la mente, percibir su peligro e imaginar lo que se ocultará en la nuestra.