Recuerdo algunas tardes en el desnivel de la acera, frente a la verja, fumando como un bestia en espera de no sé muy bien qué, buscando no sé muy bien qué, en recorridos trazados arbitrariamente y a medio camino entre la promenade de los surrealistas y la deriva malsana del calor de julio. A veces pasaba un coche, se oía la risa de alguien, alguien situado muy lejos, como muy adentro, quizá también en otro tiempo y en otro espacio, pero generalmente no ocurría nada, sólo y una y otra vez la verja y el verde en un alto azaroso en el camino a la orilla de La Garonne o del refugio de piedra de Saint Etienne. Recuerdo el colegio judío, no exactamente el colegio y mucho menos judío, pero sí sus paredes y la Place Riquet y el Capitolio, donde ahora se superponen las sombras y se abrazan de un modo trágico y definitivo a esas otras sombras, mucho más anónimas e inservibles, las mías, en un grito de la memoria colectiva trabado como un guante postrero a la memoria personal, todavía intacta.

El tiempo y su canción siniestra, la secuencia agitada en la que caben todos los tiempos; el recuerdo anodino y simplón de tantos días con aroma de tilo, sentado en el bordillo, a apenas unos metros y unos cuantos años del motorista y los gritos de los niños, el gran terror junto a la insignificancia de las colillas aplastadas una y otra vez en 2003, en la frivolidad del paseo, del camino hacia la bocana de la tarde y del río. El hecho de ser yo y estar precisamente ahí y de que eso no importe más que en la forma diabólica en la que importan todas las cosas que ocurren por debajo de los hechos capitales, que, con permiso de Derrida, siguen siendo los de siempre, la muerte, el escándalo de la muerte.

Es entonces cuando se ve con mucha más fuerza el gran embuste de la armonía y de la tregua; cualquier rincón, en cualquier calle se superponen los cataclismos sobre una paz ficticia y volátil, casi se escuchan las cuchillas en el aire, la mezcla de suciedad y enfermedad que es cada lugar y cada trozo de la historia del hombre, incluida la calle de Toulouse con olor a tilo, y con capas en las que cogen mis cigarrillos y el silencio y la promesa de lectura de un libro de Roberto Juarroz (Poesía Vertical) y las ruedas llagadas de la locura y de los balazos. Toulouse, una ciudad bellísima, cernudiana, con jirones de memoria de republicanos y de Santo Tomás de Aquino y de luces y de idas y de llegadas y en lo que a mí respecta compuesta en cada esquina de hechos torpes, fantasmales, insustanciales y, por lo tanto, sublimes; una ciudad paralizada ahora por un tipo de violencia que quiebra la vida de esa calle y hace sentir los pies más fríos a todos los que la cruzan a diario. Una sociedad deshecha, sin ni siquiera la posibilidad de echarle la culpa al azar, al caos, a la locura de la fatalidad, sino a algo mucho más terrible, a una razón fanática, desasistida, amurallada. El recuerdo del verde y la verja. «También la palabra cae al suelo, como pájaros repentinamente enloquecidos», escribió Juarroz en ese libro.