Tuve la suerte de nacer y criarme en un trocito de tierra andaluza enclavada al otro lado del Estrecho. Desde pequeño supe muy bien que ser ceutí era ser andaluz. En el habla, en las costumbres, en las tradiciones, en la ascendencia, en la proximidad, Ceuta es malagueña y gaditana, mediterránea y atlántica. Recuerdo bien, en mi juvenil época «caballa», cuánta rabia nos producía leer, en la dirección de algunas cartas que recibíamos, el nombre de nuestra ciudad unido al del país vecino, en lugar de unirlo al de España, nación de la que forma parte por voluntad propia desde hace un montón de siglos. Tanto nos irritaba aquel desconocimiento, procedente casi siempre de la capital madrileña, que devolvíamos la correspondencia a sus destinatarios sin abrirla siquiera. También nos fastidiaban las visitas ocasionales de colegas que esperaban ver leones y elefantes por las calles y se sorprendían ante la arquitectura o el tipismo de lo andaluz, bares de tapas y peñas flamencas incluídas.

Cuando decidí formar parte del paisanaje de esta tierra generosa no encontré, obviamente, dificultad alguna, aunque sabía bien que el trámite de adopción como andaluz era inexistente vinieras de donde vinieras. Daba igual que fueras tartesio, fenicio, griego, cartaginés, romano, vándalo, visigodo, árabe o castellano y que te presentaras armado hasta los dientes pidiendo guerra. Descubrías de pronto en los ojos de la gente esa cosa maravillosa llamada hospitalidad y no tenías más remedio que envainar la espada, embrujarte con la belleza de la tierra, asimilar la idiosincrasia del pueblo que te recibía con los brazos abiertos y quedarte para siempre bajo nuestro sol protector. Hoy día también. Hoy da lo mismo que seas sueco, noruego, danés, británico, alemán, francés, italiano, americano o de cualquier rincón de nuestro país y que llegues en coche, en AVE, en avión o en crucero, con las maletas justas para darte un atracón de dieta mediterránea. Hallarás la forma de echar algún día el ancla o decidirás venir cada dos por tres a ver si, con suerte, terminas echando raíces a la vera del mar o cerca de la sombra de los olivos. A Andalucía se viene descaradamente a por calidad y a por cantidad de vida.

Así ha sido siempre, desde que los primeros homínidos saltaron el charco y, antes de pintar las paredes de Atapuerca, Neanderthal y Cromagnon, dejaron testimonio de su arte rupestre en las Cuevas de Nerja. Y así seguirá siendo, roto ya el paréntesis maléfico que obligó a una parte importante del pueblo a emigrar a la Europa del frío para, desde los países prósperos, mandar el pan a casa y, de paso, pagar la factura del petróleo a los capitostes de Madrid. El ciclo de siempre, el de la arribada de gentes y de culturas, quedó restablecido cuando los andaluces dimos un paso al frente y exigimos competir en Champions de libertades, democracia y progreso. De eso hace unos treinta y tantos productivos años.

No presumimos de ser los mejores ni de ser los más ni los menos laboriosos. Pero estamos, eso sí, entre los pueblos más dignos, honor que se corresponde con una historia excepcionalmente brillante. Si decimos que ya éramos el centro mundial de los conocimientos, cuando aún estaban subidos a los árboles otras civilizaciones que tardarían siglos en florecer lo hacemos en defensa propia. O que aquí das una patada en el suelo y te salen tropecientos genios. No soy partidario de presumir a cada momento de esta luz gloriosa que alumbra tanto talento por centímetro cuadrado en las artes y las ciencias, desde la literatura hasta la pintura, desde la filosofía hasta la sanidad, desde la investigación hasta las tecnologías. En el pasado y en el presente. Hablamos de un sentimiento, de una emoción.

Cuando te sientes andaluz te duele que, por cuestiones de intereses políticos y económicos bastardos, busquen y rebusquen hasta sacar lo peor de ti. Te ofende que no reconozcan el mérito de haber superado, tras siglos de sufrimiento, el desprecio y la explotación de los de siempre, y te agravia que quieran culparte de lo que no tienes culpa. Abominas de la gratuidad de tanta infamia, calumnia y mentiras, y te ves obligado enarbolar tu dignidad hasta decir basta.

He aprendido, de tanto verlo y sentirlo, que aquí nadie es extraño, que todo el mundo es bien recibido, que las puertas están abiertas de par en par, que no se exigen salvoconductos ni requisitos de razas o de colores. Que sólo sobra la gente de mala voluntad, la de dentro y la de fuera. Que nadie hiera más, por favor, a este sentimiento al que llamamos Andalucía.