Andalucía sale hoy a votar, dicen. Ya saben: la fiesta democrática, el pueblo que nunca se equivoca y demás clichés del periodismo español contemporáneo. Pero habría que empezar por matizar que Andalucía no sale a votar, porque Andalucía no existe. Sí, existen los andaluces, pero ni siquiera eso está claro más allá del gentilicio. Quienes van a votar son los ciudadanos, libres de sentirse andaluces o paraguayos o incluso de no sentirse nada en absoluto. O sea, ciudadanos que pueden detestar lo andaluz tanto como amarlo, que quizá simplemente se han encontrado viviendo aquí o han venido desde otra parte y no ven el mundo a través de esas absurdas categorías que los españoles hemos ido acuñando a medida que los nacionalismos periféricos insuflaban vida artificial a otros nacionalismos surgidos de la nada. ¿Hay algo más ridículo que el orgullo de haber nacido en un sitio y no en otro? ¿De verdad se puede ser nacionalista andaluz o canario? Si fuera un pasatiempo, tampoco pasaría nada: si usted quiere enorgullecerse del espeto de sardinas, adelante. Pero resulta que esa loca carrera de identidades regionales no ha servido más que para gastar dinero a lo loco y hacer una política de vuelo corto, basada en el agravio comparativo y la apelación a las esencias, que acaso es la única que sabemos hacer. Y el resultado es un país arruinado.

Se ha repetido hasta la saciedad que estas elecciones andaluzas representan una encrucijada histórica. Quizá sea cierto, por más que a este paso vayamos a terminar aplicando ese adjetivo al instante en el que un linier se trastabilla en un derby sevillano. Es posible que el gobierno andaluz, hoy, cambie de manos después de treinta años de hegemonía socialista. Pocas dudas caben, después de contemplar el espectáculo de los ERE o de leer las máximas éticas de Laura Gómiz, que ese cambio es saludable. De hecho, lo sería incluso si accediera al poder la Asociación Interracial de Patinadores de Almargen y pusiera como presidente a su mascota. Porque la permanencia prolongada en el poder sólo interpretarse, aquí y en cualquier parte, como síntoma de que algo no funciona. Sobre todo, no funciona una ciudadanía que, en lugar de pedir cuentas al poder, acepta sus prebendas clientelares y se deja llevar el tiempo que haga falta por la pendiente del conformismo.

Habrá quien diga que en Baviera los socialcristianos llevan gobernando más tiempo que los socialistas en Andalucía y nadie se rasga las vestiduras. Pero basta echar un vistazo a las estadísticas o darse un paseo por allí para comprobar la diferencia entre una sociedad exitosa y otra fracasada. Naturalmente, podemos seguir diciendo que aquí hace muy buen tiempo, pero eso no va a cambiar el hecho de que Andalucía ocupe el último lugar en todas las estadísticas imaginables. También para eso podemos buscar excusas, como el secular atraso, la debilidad de la burguesía decimonónica o las maldades de la Inquisición. ¡Ya dice Carlos Rodríguez Braun que el mejor amigo del hombre es el chivo expiatorio! Sin embargo, sería preferible reconocer que las cosas pueden hacerse mejor y que una sociedad no está condenada al fracaso como si de una maldición zulú se tratara.

Sea cual sea el resultado que salga de las urnas, tenemos que decidir qué tipo de sociedad queremos ser. Y esto no compete sólo a los políticos. Somos los ciudadanos los que tenemos que elegir, o, si se prefiere, los que tenemos que ejercer la presión necesaria para que nuestros representantes vayan en una dirección u otra. ¿Queremos ser un aguachirle identitario donde conceptos como educación, innovación o modernidad no son más que una forma de echar balones fuera? ¿O queremos ser una comunidad respetuosa de la ley, que reconoce el mérito allí donde se lo encuentra y usa responsablemente el dinero público? No sugiero que la transformación de la sociedad andaluza vaya a provenir de su débil sociedad civil; no soy tan ingenuo. La capacidad del poder para hacer cómplices a los ciudadanos de una forma desviada de hacer las cosas no puede minusvalorarse. Pero esto último no podrá cambiar mientras no quieran los propios ciudadanos. Y no está claro que nos hayamos dado cuenta.