Hoy es jornada de elecciones en Asturias y en Andalucía. Una vez más una parte de los ciudadanos españoles celebra sus propios comicios para renovar las instituciones autonómicas de la mano de los equipos que el pueblo elija. Hoy es un día para la libertad. Son muchas ya las ocasiones, desde la aprobación de la Constitución del 78, en que los ciudadanos acudimos a las urnas para hacer pública nuestra decisión soberana y, no cabe duda, la auténtica inundación que la contienda electoral hacía de nuestras vidas en las primeras citas de la democracia no se da ya. Ir a votar se ha convertido en un acto lleno de normalidad que no desata las pasiones de aquellos principios.

Es grato observar cómo, a pesar del amplio despliegue que las candidaturas hacen con sus carteles, sus mítines, sus megáfonos, sus fotos y sus vídeos, la vida de los más se desarrolla con normalidad y la inmensa actividad diaria integra sin demasiado ruido el trasiego y el movimiento de los partidos y sus protagonistas. La importancia de la jornada, los cambios que pueden producir su resultado y el sentido final del veredicto popular son notables, siempre lo son, pero el modelo paralizador que pone horario a la expresión de los pensamientos o que prohíbe o absuelve declaraciones u otras formas de expresión empieza a resultar obsoleto, caduco y lleno de telarañas.

La pasión electorera de antaño ha dado paso a la asunción responsable del deber cívico de votar, asistir con interés al desarrollo del día y… dar paso al lunes para vivir y trabajar. Han pasado los años y esto ya no puede ser una batalla. Es hora de que vivamos con normalidad estos procesos que, aún su gran importancia, no pueden más que producir variaciones sobre lo existente que nunca pueden salirse del modelo constitucional de convivencia previsto. Es por ello que empieza a ser hora de pensar y decidir que las normas que ponen límite y cauce a lo que se puede hacer y decir en las fechas aledañas a unas elecciones pueden y deben modificarse.

Pensemos en esa liturgia que hace que a las 00.00 horas del primero de esos quince días que conforman legalmente la campaña electoral ya se puede pedir el voto. O sea que antes de esa fecha no se puede y así pues se pide el apoyo, el respaldo, etc. Lo acostumbrado es dar inicio a la campaña a esas horas tan tardías y hacer una pegada de carteles felizmente simbólica. Luego, durante trece días, se pregona, se viaja, se comunica y se pide el voto una y otra vez. Pero, llegadas las 00.00 horas del día anterior al de apertura de urnas, las bocas han de enmudecer dando paso a la petulante «jornada de reflexión», donde los unos y los otros habrán de callar o hablar de libertad, de fiesta de la democracia, etc., en un maniqueo ejercicio de respeto a un pueblo que presuntamente piensa finalmente qué va hacer al votar. Como si no lo supiera ya, o como si las bien dichas y machaconas palabras precisamente ese día pudieran alterar los planteamientos y decisiones de los llamados a votar, que pueden hacerlo porque son mayores de edad.

Y no es que en estas líneas pretendamos mitificar la limpieza de todos los comportamientos para votar en libertad. No. Ni tampoco vamos a estar ciegos y sordos ante las presiones que en nuestra sociedad se hacen para acudir a actos políticos con el prevalimiento que puede conllevar determinado ejercicio de la autoridad, ni tampoco obviaremos los abusos que llevan a modificar algunos hábitos externos para no mostrar símbolos que no sean del agrado de los presuntos dominantes. No. Pero, si relajamos finalmente el corsé normativo electoral que nos hemos puesto y que cada vez tiene menos sentido, disminuirán los instrumentos al alcance de los desahogados y seguro que será mejor para la libertad.

A veces trivializar procesos o conductas nos lleva a garantizar su libre ejercicio y, por el contrario, cuadricular los comportamientos nos puede hacer desembocar en el control indeseado de su desarrollo. Tiempos son de que las garantías de nuestra realidad democrática sean tan sólidas que no tengamos que estar al albur de las tentaciones o veleidades de los que siempre están dispuestos a saltarse cualquier norma a favor de su propio interés. En la Europa democrática tradicional, de longeva trayectoria, no hay sobresalto alguno en los períodos de interinidad de los gobiernos y ni siquiera en la temporal ausencia de ellos. Eso queremos, garantías y libertad, porque ir a votar lo que se quiera es ya lo normal.