C­­uando hace casi un siglo el Titanic se hundió con sus dos mil doscientos pasajeros dentro solo se pudieron salvar unos setecientos. El resto, mil quinientos, se ahogaron porque a bordo de ese transatlántico de lujo no había suficientes botes salvadidas, que se habían suprimido porque estorbaban los paseos por cubierta de sus lujosos ocupantes. Estas y otras circunstancias las conocemos bien porque el Titanic se ha convertido en un icono cinematográfico, literario, artístico e incluso filosófico recurrente a todo lo largo del siglo XX. Sorprende, sin embargo, que siga sirviendo, como símbolo de los peligros de la tecnología y del racionalismo cuando se despojan de sus ropajes humanistas, a principios del siglo XXI, hacia donde ha llegado navegando (o naufragando, que es otra forma de navegar que sustituye la horizontal de la superficie del mar por la vertical a la que llaman sus profundidades) para advertirnos de a dónde conduce construir grandes escenarios huecos dentro de los cuales solo hay vacío. Vacío de sentido, vacío de corazón, vacío de ideologías arraigadas y fundamentadas en lo humano.

El suceso supuestamente ejemplarizante del Titanic, lejos de prevenirnos con eficacia contra los icebergs y los malos capitanes, de los que debería haber aprendido a ser enemigo irreconciliable, parece hacer apología del choque y la destrucción, del amor fatal de las vías de agua y los bloques de hielo, de la muerte en masa de los que no pudieron acceder a alguno de los pocos botes salvavidas disponibles. Dicho de otra manera: no hemos aprendido nada, cien años después, de lo que debería habernos enseñado la catástrofe del Titanic. Porque seguimos fabricando burbujas gigantescas que estallan sin aviso dejando cientos de miles o millones de damnificados. Y porque seguimos embarcándonos en empresas que, analizadas de cerca, impresionan menos por sus magníficos decorados que por la banalidad y la nada que hay detrás de los mismos.

El Titanic sigue hundiéndose cada día ante nuestros ojos: en la economía, en la educación, en la política, en el arte, en la ética. Y, como en el Titanic original, la gran mayoría pereceremos porque no hay suficientes botes salvavidas para todos, y porque esos pocos que hay están asignados de antemano a los que tienen poder (dinero, influencias, información privilegiada, egoísmo, incluso músculos) para sobornar o forzar a la tripulación y acceso a los datos secretos que les hacen conocer con anticipación el momento exacto en el que se va a producir el accidente.

Hoy es día de elecciones en Andalucía. Un día importantísimo para nosotros los andaluces, habitantes de una comunidad cuyas fronteras dibujan algo parecido a un Titanic. Importante por todo eso que los candidatos llevan pregonando en campaña con más o menos ambigüedades, con más o menos fortuna dialéctica, con más o menos medias verdades (y medias mentiras) y con más o menos acierto conceptual. Importante también porque los dos modelos y medio que estos candidatos nos llevan proponiendo son antagónicos, quizás más antagónicos que nunca en la historia de nuestra democracia. Nos jugamos mucho: como andaluces, como españoles y como europeos. La crisis en la que estamos no está montada con fuegos artificiales sino con fuego real: lo que va dejando detrás de ella no son los rescoldos de una fiesta sino víctimas de carne y hueso, víctimas con nombres y apellidos. Por eso en lo único en que deberíamos fijarnos es en si esos candidatos han encargado suficientes botes salvavidas para todos y cada uno de nosotros. Botes para todos y cada uno de nosotros literalmente, no sólo para los que se los pueden permitir.