Llega la primavera y, de la misma manera que hay quien empieza su dieta para entrar en el bikini, otros inician la campaña para recuperar el buen estado de las playas.

El voluntariado va más allá de lo que están dispuestos a hacer muchos ayuntamientos costeros que tantas veces renuncian, en plena temporada, a atender playas que los bañistas usan. Surfrider Foundation se ha apuntado un buen tanto en su campaña mundial de limpiar de plásticos la costa.

Limpiar la playa es una acción que atrae. Se vio en aquel voluntariado salido de la nada cuando rompió el Prestige por la mitad. Parecían enfrentarse a una tarea imposible, como contar las arenas de la playa, pero lograron gran parte de su objetivo en arenales y pedreros. También hubo algo de fracasar de éxito ya que aquella solución voluntarista produjo muchos problemas. Apareció más gente de la necesaria después de que faltaran las personas precisas para evitar la catástrofe.

Los informativos de la televisión muestran a los jóvenes con las bolsas en las que han recogido los plásticos, a los buzos que desescombrado los fondos marinos y a los bañistas que se tienden a los primeros rayos de sol que calienta y la playa, que todo lo soporta, todo lo vuelve playero. A la playa se va a desnudarse al sol, a bañarse en el mar, a cabalgar olas, a levantar castillos, a hacer pozos, a echar la siesta, a pasear, a comer tortilla, a jugar a las palas, al fútbol, al voleibol y a recoger basura. La playa acaba imponiendo una lógica playera que desde el siglo veinte no ha hecho más que ampliar su repertorio argumental.

Antes era un lugar para limpiar caballerizas, ahora es un escaparate humano, un escenario de estreno del mercado, de debut en muchas lides de la vida y hasta de despedida para incinerados que amaban las puestas de sol a pie de arena. La playa todo lo aguanta salvo los voluntarios para mancharla.