Comprar productos de la región parece ser la nueva consigna de muchos de los que se interesan por la defensa del medio ambiente. Sobre todo en los países más avanzados del continente. Por supuesto que ello no tiene nada que ver con la indicación geográfica o la denominación de origen, pero la proximidad del lugar de producción y elaboración es un criterio importante para muchos a la hora de elegir los alimentos que consumen diariamente.

Incluso en las grandes superficies de Alemania, Austria o Suiza puede verse con frecuencia una etiqueta que remite a la procedencia regional o local de un determinado producto y trata de atraer así al consumidor más consciente y para quien un par de euros más no representan un gran sacrificio.

Conforme sube el nivel de vida de un país, aumenta también su conciencia ecológica, y el mercado lo sabe y actúa en consecuencia. Aunque con el aumento de la riqueza también pueden producirse aberraciones fruto del esnobismo que hacen que uno encuentre a veces en los anaqueles botellas de agua mineral no ya del manantial francés de Évian, sino hasta del Japón o de las islas Fiji.

Consumir productos locales se justifica porque suponen un menor consumo de energía, sobre todo la relacionada con el transporte: es decir, para hablar con la jerga de los medioambientalistas, al dejar menor huella de carbono CO2 (gases del llamado efecto invernadero emitidos) los camiones que los transportan dado que tienen que hacer un recorrido mucho más corto.

Claro que eso es muchas veces en teoría porque, como puede también argumentarse, conservar en cámaras frigoríficas determinada fruta de otoño para tenerla disponible varios meses después entraña un consumo energético mucho mayor que traerla en barco desde la otra punta del mundo. De lo cual se deduce que no basta con reclamar productos locales sino que, para ser consecuentes, hay que volver a lo que hacían nuestros padres: consumir exclusivamente los de temporada.

Esto último es lo que ocurre en los mercados al aire libre que proliferan en la Europa central y del norte, donde muchas veces son los propios agricultores los que montan sus tenderetes y ofrecen sin intermediarios los productos de su última cosecha. Productos que además no se nos obliga a comprar empaquetados en plástico y en exceso, como ocurre tantas veces en los supermercados.

Y lo que es cierto de las frutas u hortalizas lo es también por otras razones de la carne, como ha averiguado Elmar Schlich, científico de la Universidad de Giessen, según el cual la carne de vacas criadas al aire libre en los países del cono Sur deja en principio menor huella de CO2 que la del ganado que se cría en las pequeñas explotaciones europeas, que tal se alimenta de soya forrajera importada del Brasil.

Todo es una cuestión de proporciones. Y, como señalaba también juiciosamente el semanario alemán Die Zeit al analizar el fenómeno del creciente interés por la comida local, tampoco es lo mismo ir al mercado o supermercado en coche que hacerlo en transporte público o mejor aún a pie o en bicicleta. Al margen de las supuestas ventajas salutíferas de los productos ecológicos, que no coinciden necesariamente con los locales, el consumidor plenamente consciente tendrá que sopesar todos esos factores a la hora de hacer su elección.