Estaba haciendo una de mis rondas por aquel hotel en el que trabajaba en Marbella, hace ya muchos años, por la década de los setenta. En verdad éramos unos afortunados. Teníamos una buena clientela que nos llegaba desde todos los países del mundo. En la hora de la cena, en aquel atardecer de septiembre, los huéspedes se congregaban alrededor de aquel agradable patio de estilo andaluz. Las señoras iban vestidas de largo y los caballeros generalmente llevaban smoking de verano. En el patio flotaba el aroma de los cigarrillos mezclado con los perfumes de las señoras. Del jardín el poniente traía de vez en cuando el olor de los jazmines y las damas de noche, envueltos en las serenatas de grillos y ranas.

Hacía unos meses que la revista Vogue había publicado un libro – Travel in Vogue – en el que el hotel aparecía entre los treinta mejores del mundo. Y pronto la guía Michelin otorgaría al restaurante a la carta de esa casa el honor de una estrella. La primera que se concedía en España a un restaurante de hotel. Y las listas de espera para los que intentaban conseguir alojamiento en aquella casa encantada, ya aposentada en el mito de la excelencia sin concesiones, eran interminables. Era evidente que aquel hotel marbellí se había convertido en el luminoso objeto del deseo de los viajeros de más allá de nuestras fronteras.

Al pasar cerca del bar, me pareció oír mi nombre. Dos empleados estaban hablando detrás de la barra. En realidad no hablaban de mi modesta persona, sino de un cliente que tenía mi mismo nombre. Había sido alcalde de Málaga. «Don Rafael por ser tan buena persona con los trabajadores parece extranjero», le comentaba el camarero a su compañero. Efectivamente aquel cliente era una persona excelente, además de combinar las virtudes del gentleman británico con las del caballero español. Desde el punto de vista de un hotelero era el cliente ideal. Tanto él como su esposa eran muy respetados por los huéspedes de otros países. Su amabilidad, su sentido del humor y sus buenas formas les situaban en una galaxia diferente. Raramente frecuentada por los clientes estivales de procedencia nacional del hotel. Quizás todavía inmersos en alguna lejana cruzada.

En el mes de agosto, cuando el porcentaje de huéspedes españoles era alto, se producían no tan sutiles cambios. Las conversaciones que se oían por el hotel adquirían decibelios, aristas y tensiones no habituales durante los otros meses. Y entre esos huéspedes afloraban algunas formas de comportamiento que al dejar de ser minoritarias se hacían más atrevidas.

Era obvio que en aquella década de los setenta nuestros visitantes extranjeros habían llegado a la conclusión de que España era un país hermoso y sorprendente. Con una irresistible capacidad de atracción. Una España recién llegada en aquellos años al mundo del turismo y los grandes hoteles y que había conseguido situarse en muy poco tiempo en una envidiable primera línea. Desbancando a otros lugares que podían presumir de brillantes trayectorias que en algunos casos llegaban al siglo.

Es verdad que los que trabajábamos en aquellos hoteles nos sentíamos privilegiados. En España estábamos saliendo de tiempos difíciles. Cierto complejo de inferioridad ante países más prósperos y con mejor fortuna podían ser comprensibles. Pero era evidente que en la España de entonces había una especie de inocencia en sus gentes, en sus hoteles y en sus paisajes que era sumamente atractiva para los primeros turistas. Además había una forma de hacer las cosas que suscitaba una franca admiración entre ellos. Nos veían como a unos futuros europeos de primera división. Eso sí. Algo diferentes. Entonces no lo sabíamos. En realidad éramos muy buenos haciendo el trabajo que hacía posibles aquellos hoteles. Quizás se podría incluso decir que entonces éramos los mejores. Afortunadamente todavía no nos habíamos dado cuenta. Aunque aquellos amables extranjeros sí.