P­­­roclama el Ministro de Hacienda que la situación económica española es crítica. Este diagnóstico sirve de justificación de las duras medidas que el Gobierno de Rajoy ha adoptado o se propone adoptar en los planos laboral, financiero y presupuestario. Ahora bien, ¿es eso todo? Quiero decir, ¿de verdad nuestra crisis es meramente económica y requiere como terapia únicamente ahorro, austeridad y reducciones brutales de gastos y sueldos? ¿No será la cosa mucho peor y lo que nos ocurre consiste en una obsolescencia de nuestro sistema productivo, una carencia de proyecto sólido como nación y una ranciedad de nuestros valores culturales? Si ello fuera así, las reformas resultarían claramente insuficientes y lo que realmente precisaríamos sería una revolución.

Al emplear el vocablo «revolución» (por otra parte tan manoseado, instrumentalizado y traicionado, como todas las apelaciones a lo absoluto), no pretendo referirme, claro está, a una ruptura del orden constitucional para imponer desde el BOE una nueva sociedad, un nuevo modo de pensar y hasta un nuevo paradigma de ser humano. De la mórbida atracción de tales utopías nos encontramos ya casi todos curados. La revolución que tal vez necesitemos demandaría, desde luego, altas dosis de voluntarismo, pero no habría de tratarse de un acto único, sino de un esfuerzo largo y sostenido basado en el consenso de los dos grandes partidos nacionales, articulado mediante un pacto de Estado por la modernización del país.

La cuestión principal es si estamos dispuestos a cambiar de mentalidad y a aceptar que la combinación de factores como estabilidad a ultranza en un trabajo de escasa cualificación, baja productividad, abandono escolar, niveles ínfimos de inversión en investigación, desarrollo e innovación, pymes sin adecuada base tecnológica, burbuja inmobiliaria, turismo de sol y paella y empleos públicos blindados sólo nos puede conducir, en un escenario económico plenamente globalizado, a posiciones propias del Tercer Mundo. Frente a esto nos hace falta: 1) cientos de miles de emprendedores, no simples empresarios; 2) decidida apuesta presupuestaria y tributaria por el desarrollo científico-técnico; 3) potenciación de la educación a lo largo de toda la vida; 4) reducción del número de universidades y conexión de las mismas con el tejido productivo a través de fuertes incentivos fiscales a las empresas implicadas en esa relación; y 5) unas administraciones públicas eficientes servidas por gestores motivados y que actúen bajo un régimen contractual, no funcionarial.

Necesitamos igualmente políticos mejor pagados y preparados. Los sueldos actuales de quienes ocupan cargos públicos únicamente pueden atraer, por regla general y con las honrosas excepciones que haya, a individuos mediocres o corruptibles. En cambio, los partidos, los sindicatos y las organizaciones empresariales deben financiarse exclusivamente por sus militantes y afiliados y no sobre todo mediante subvenciones estatales, como ahora sucede. Así se combatiría su oligarquización y se cumpliría el mandato constitucional de democracia interna.

A su vez, nuestras universidades públicas, pieza fundamental de la transformación profunda que España requiere, deben cambiar radicalmente su forma de dirección y el estatuto de su profesorado de mayor nivel. A mi juicio, la concepción imperante de la autonomía universitaria únicamente conduce al corporativismo, la endogamia, el caciquismo y el clientelismo. En las tres últimas décadas, intentando superar de buena fe la pesada losa del franquismo, todos hemos hecho lo indecible para imposibilitar la construcción de una institución universitaria moderna al servicio de los intereses generales. No acierto a ver razón alguna que justifique el régimen funcionarial de los profesores y del personal de administración y servicios ni en la Universidad ni en la enseñanza no universitaria. Tampoco creo que el autogobierno de las universidades sea consustancial a la autonomía universitaria, y menos del modo estamental-universal vigente. Garantizadas constitucionalmente las libertades de cátedra y de creación científica y técnica, me parece esencial una gestión empresarial de calidad que facilite la movilidad interuniversitaria de los profesores (hoy imposible a causa de las medievales prácticas endogámicas más estrictas) y que descanse en técnicos prestigiosos no vinculados a la docencia, sino formados como ejecutivos y fichados por su probada eficacia en el ámbito de la economía.

Finalmente, pero no precisamente en último lugar de importancia, están las cuestiones de la vertebración territorial de España y de su inserción en el proceso de integración europea. Un planteamiento revolucionario exige, en mi opinión, la reforma de la Constitución en sentido federal y por consiguiente: 1) repensar las competencias que debe mantener el Estado teniendo en cuenta la experiencia autonómica de estos decenios y el creciente peso decisorio de la Unión Europea; 2) asociar a las comunidades autónomas a la política nacional a través de su presencia directa y permanente en el Senado según un modelo inspirado en el Bundesrat alemán; 3) reforzar los mecanismos de cooperación y coordinación entre el Estado y las comunidades autónomas; y 4) replantear la autonomía financiera de las comunidades autónomas de modo que se garanticen tanto la solidaridad interterritorial como el dinamismo impulsor de las comunidades más pujantes. Ni que decir tiene que ningún sistema federal puede funcionar sin la mutua lealtad constitucional de sus componentes. Sobra, pues, el separatismo, que, por si fueran pocos nuestros males, puede arrastrarnos a un conflicto civil. Atisbos de tal conflicto se encuentran ya en el discurso peyorativo y deshumanizador de los demás españoles que propalan algunos líderes independentistas, a los que –por frivolidad o por cálculo– dan cancha los medios de comunicación de sus respectivos campanarios.

España forma parte de la UE y tiene que decidir por qué proyecto apuesta: ¿una Europa federal y democrática o un protectorado del IV Reich alemán? Hemos de alzar la voz en ese debate, porque nos jugamos mucho en el resultado final del empeño europeo.

No es tiempo de derechas ni de izquierdas. Aquí lo que hay es un barco en medio de una furiosa tempestad.