Si Dante Alighieri viviera hoy, tal vez su visión del infierno sería un salón gigantesco lleno de lúgubres jugadores condenados a pasar toda la eternidad tirando sin cesar de las manivelas de la máquina tragaperras que tienen delante, soportando el ruido incesante de las monedas al caer en cascada y sin poder moverse de su sitio, ganen o pierdan. Algo de esa visión pesadillesca le viene a uno a la cabeza cada vez que lee la última noticia sobre el intento de un tal míster Adelson de establecer en este país lo que califican como un «complejo de juego y ocio», con casinos, hoteles, spas, campos de golf y varios rascacielos de los de verdad y no como la torre Agbar, de Barcelona. Quien ha visto Las Vegas o su pariente pobre, Atlantic City, no podrá dejar de asociar el proyecto por el que pujan dos de las comunidades más ricas de España con un mundo irreal de grandes luminosos que nunca se apagan, de gigantescos hoteles que tratan de imitar lo mismo a Venecia que la torre Eiffel o el Taj Mahal y cuyos halls son otros tantos casinos de juego. En resumen, un mundo artificial en el que coexisten a partes iguales el despilfarro, la inanidad, lo kitsch y lo cutre. Nada que ver por supuesto con el ambiente romántico o decadente de los balnearios alemanes en el siglo XIX como los de Wiesbaden o Baden-Baden, donde la aristocracia rusa, entre otras, cultivaba su ocio y que tan bien describieron en sus novelas Dostoyevski (El Jugador) o Turgueniev (Humo). Ante una visión como la que nos propone el magnate estadounidense, ambos huirían hoy espantados.

En una nueva versión del cuento de la lechera se nos dice que el empresario norteamericano, tremendamente preocupado por el paro que afecta a nuestro país, quiere invertir hasta 18.800 millones, ni uno más ni uno menos, de aquí al 2022, con lo que se crearían, míster Adelson dixit, 164.000 empleos directos y 97.000 indirectos. Claro que para que se produzca esa multiplicación de los panes y los peces, las autoridades del país anfitrión tienen que poner también su grano de arena. Y, según ha trascendido, entre las exigencias de míster Adelson está la de que se cambie el estatuto de los trabajadores porque al señor le molesta la rigidez de los convenios colectivos en nuestro país, se modifique la ley de extranjería para que pueda traer de fuera a los trabajadores que necesite, se exima a su empresa del pago de las cuotas a la Seguridad Social y de los impuestos estatales y que el Ayuntamiento donde se ubique el complejo le ceda todo el suelo público que posee en la zona y expropie el que esté en manos privadas. A todo ello se añade la pretensión de que se permita fumar en el interior de los locales. ¿No les suena esto a una versión del Far West en suelo ibérico?

Uno recuerda al respecto que hace cinco años los laboristas británicos quisieron autorizar un supercasino en Manchester con el mismo argumento de la creación de necesarios puestos de trabajo y que tuvo que ser la Cámara de los Lores la que tumbase finalmente el proyecto, muy criticado por el riesgo que entrañaba de aumento de las ludopatías precisamente en una de las áreas más deprimidas de la ciudad. Que los representantes de las dos comunidades en cuestión hayan acudido a entrevistarse con el norteamericano en Las Vegas como si fuera el emperador en persona resulta significativo. Y que aquí se trate de paliar el problema, ciertamente gravísimo, del paro, no con parques tecnológicos, sino con parques temáticos de dudosa moralidad y legalidad no deja de ser una nueva declaración de pobreza mental. Consiga o no míster Adelson su propósito, de lo que no puede haber duda alguna es de que se habrá hecho a costa nuestra una gran publicidad.