La fascinación por el Titanic va más allá de lo colosal, lo catastrófico, lo glamuroso y demás sintagmas. Es tan fuerte que creo responde a claves mucho más profundas que, dicho en dos palabras, tienen que ver con una visión pesimista del ser humano.

En la primera fase estuvo ligada a un eje teológico. El ingeniero jefe del astillero, Thomas Andrews, llegó a decir: «Ni Dios puede hundirlo», y, ajajá, el castigo divino no se hizo esperar porque el pecado de soberbia es el peor. No se entiende por qué tuvieron que pagarlo más de mil personas ajenas a la fanfarronada, pero así son las cosas, compañeru.

Después y ahora la blasfemia se transformó o reinterpretó de manera que más que ir contra el Dios cristiano se consideró dirigida a la diosa Gea. El trasatlántico era un desafío a la naturaleza que, claro, con nocturnidad lanzó un iceberg contra la insolente iniciativa con el resultado que todos conocemos. Otra vez la presunción, los pobres humanos y el castigo de los númenes superiores.

A mi juicio, la fecha marca el inicio del sigo XX porque es la gran referencia del nacimiento del pesimismo sobre la ciencia y la técnica. Al poco la I Guerra Mundial mostró, sobre todo con los gases venenosos, el peligro de la química avanzada, Einstein volvió locos a todos, la mecánica cuántica puso del revés al mundo, Gödel demostró que las matemáticas eran limitadas por construcción y en Hiroshima se vio hasta qué punto el hombre de las nuevas ciencias y técnicas era peligroso. Dicen que el siglo XX terminó con la caída del muro de Berlín. Una centuria muy corta. Quizá, pero, y aún a costa de los climatistas, los calentólogos y demás tribus herederas del pesimismo del Titanic, la fecha berlinesa puede valer, pero no por el Muro, sino por Jobs, Gates y demás gigantes de la tecnología que nos han devuelto la confianza en nosotros mismos, a pesar de la terrible crisis por la que estamos pasando y de la contumacia en el recuerdo de aquel barco equivocado.