Con el Domingo de Resurrección terminó la Semana Santa más desordenadamente lluviosa de los últimos años y con ella se guardaron en la memoria de tantos cofrades desilusionados y tantos forasteros que vinieron a revivir unos, a contemplar por primera vez otros, nuestros suntuosos desfiles procesionales (nunca se aplicó más acertadamente dicho calificativo).

No he sido nunca desde mi pubertad, que recuerde yo, ni religioso ni apasionado de las procesiones; -pero el espectáculo que ofrecen las cofradías malagueñas en su ya ordenado desfile procesional con esos majestuosos tronos barrocos preciosamente ornados con flores de tan distintas procedencias, delicadas, elegantes, que de lejos creemos percibir su aroma, siempre dispuestas con sumo gusto- no tienen parangón.

Nuestras imágenes no tienen por desgracia, el pedigrí de las de otras ciudades españolas que han sido a través de los años debidamente glosadas, pero sí tienen el justo valor estético para ser merecedoras de los tronos en que son llevados en procesión, si no ¿qué me dicen de estas Vírgenes, cuyos extensísimos y primorosamente bordados mantos no pueden ser comparados, no solo en nuestra región, en el mundo. ¿Y esos Cristos que parecen levitar debido al pausado y rítmico paso con el que los portadores lo llevan? Me dirán ustedes que la Semana Santa es algo más que lo que anteriormente les he expuesto, y yo les digo que sí, indudablemente, pero los desfiles procesionales son eso, procesiones, y es eso lo que nos trae el turismo de Semana Santa, que buenos euros nos dejan con la falta que nos hace.

Y para rezar, cada uno sabe qué tiene que hacer o dónde ir a ver austeros desfiles y oscuros ropajes. Málaga es como es y expresa su devoción como solo ella sabe.

Deberes e igualdadJosé M. Nuño RuizMálaga