En el pasado, no tan lejano, los partidos políticos distraían dinero de las arcas públicas para financiar su tesorería y pagarle el sueldo a sus empleados. El método es conocido: comisiones ilegales sobre adjudicación de obras, licencias de urbanismo, concesiones amañadas de servicios, creación artificial de burocracia adicta, etcétera, etcétera. En términos contables, era una caja «B» perfectamente compatible con los ingresos a la vista que recibían del Estado en proporción a los resultados electorales.

Con independencia de sus postulados ideológicos, todos los partidos incurrían en las mismas prácticas y, salvo casos clamorosos de oportunismo político o de venganzas personales, miraban para otro lado. En España, el PP estuvo implicado en el caso Naseiro y ahora en el caso Gürtel y en el caso Matas; el PSOE, en el caso Filesa, en el caso Roldán y en el caso Urralburu; el PNV, en el caso de las tragaperras; Convergència i Unió, en el caso Banca Catalana, en el caso Prenafeta y en el caso del Palau de la Música. E, incluso, se dio la circunstancia de que un tipo avispado, Jesús Gil, al darse cuenta de que los partidos eran un instrumento propicio para el filibusterismo económico, creó el suyo propio, el GIL (Grupo Independiente Liberal), que se apoderó, por vía escrupulosamente democrática, de numerosos ayuntamientos de la Costa del Sol malagueña y hasta de los gobiernos autónomos de Ceuta y Melilla, con las gravísimas consecuencias geopolíticas que eso podría traer consigo. ¡La llave de entrada al Mediterráneo en manos de un robaperas!

El fenómeno del GIL puso en alerta a los dos grandes partidos nacionales y éstos se unieron para, en colaboración con la justicia, parar en seco un proceso de populismo demagógico muy peligroso para sus intereses. Desgraciadamente, la estructura del latrocinio político parasitario ya estaba montada y era muy difícil, casi imposible, de erradicar. Como suele ocurrir con las tramas mafiosas, la evolución fue a peor y los encargados de gestionar estas exacciones ilegales empezaron a pensar que parte de la ganancia podía quedarse mejor entre sus uñas que entregarla a la caja del partido. Primero, detrajeron modestos porcentajes, pero poco a poco se fueron animando y al final acabaron por apropiarse la parte del león.

El método, por supuesto, no es exclusivo de España. En Italia, por ejemplo, se vive estos días el escándalo de la Liga Norte, el partido que había fundado Umberto Bossi para controlar, supuestamente, a la «Roma ladrona» y a los partidos (democristianos, liberales, socialistas) que recaudaban dinero público para financiarse. Pues bien, no han pasado ni veinte años para que la Liga incurra en las mismas prácticas que denunciaba y su líder, Bossi, se haya visto obligado a dimitir.

He leído el diagnóstico, muy pesimista, de un cualificado observador de la coyuntura italiana. Carlo Galli, catedrático en la Universidad de Bolonia, opina que «asistimos a un moderno feudalismo; se roba para uno mismo». La desconfianza ciudadana hacia los partidos políticos aumenta al tiempo que cunde la creencia (muy peligrosa) de que se puede vivir perfectamente sin ellos. Del neofeudalismo al tecnofascismo hay un paso.