Tras el inesperado fiasco andaluz, cabe hacer la lectura de que las tormentas se suceden sobre Moncloa: temor en Europa –con la prima de riesgo disparada–, una economía que no despega, varios conflictos territoriales en ciernes –cuidado con las consecuencias en clave nacional del próximo referéndum escocés– y, finalmente, las primeras señales de desafección hacia el gobierno de Mariano Rajoy. Sin duda, la voluntad reformista tiene estos riesgos si no va acompañada de una pedagogía de la ejemplaridad. Hablo de pedagogía y de lo ejemplar a sabiendas, porque ambos están fallando. En esa ecuación entre el dolor a corto plazo y beneficio a largo hacen falta sacrificios, se nos asegura, y seguramente tienen razón, aunque no creo que sea suficiente —de un modo tan simple, quiero decir.

En primer lugar, nuestras políticas carecen de un auténtico discurso de la esperanza, de un marco retórico que haga creíbles las dinámicas del cambio. Sin confianza no hay futuro, igual que sin crédito tampoco hay desarrollo. Pienso también en la necesidad de los contrapesos: la profunda reforma laboral exige incrementar las oportunidades de negocio y atajar, a su vez, el nefasto proteccionismo gremial, ya sea en las farmacias, en los taxis o en la distribución de la energía.

En segundo lugar, es necesario proyectar una arquitectura de la equidad que permita racionalizar los efectos de la dieta presupuestaria. Algunas de estas injusticias vienen de raíz, como el caso de la financiación autonómica. Costosas e ineficientes, el paso del tiempo está dando la razón al jurista Miguel Herrero de Miñón cuando planteó en el proceso constituyente una doble España, en donde las autonomías se constituirían en el privilegio simbólico de unas cuantas nacionalidades históricas, como Euskadi o Cataluña. El café para todos no ha logrado solucionar casi ninguno de nuestros males y sí acentuar los agravios comparativos: puesto que el sujeto contribuyente son los ciudadanos, ¿es justa la discriminación fiscal entre las diferentes comunidades? ¿Y hasta qué punto buena parte del déficit actual de administraciones no deriva de su escasa financiación? Son preguntas incómodas, porque una respuesta sincera implicaría poner en tela de juicio la estructura clientelar de la España democrática. Precisamente la que es insostenible hoy en día.

El ensayista Francis Fukuyama, en su brillante The origins of the political order, recuerda que los grandes sistemas políticos caen cuando sus elites se niegan a aceptar el sacrificio de sus privilegios. Se trata, en definitiva, de una limitación de la inteligencia que se muestra incapaz de calibrar las consecuencias de la crispación social frente a determinadas formas de la injusticia. Que algo de esto hay se demuestra en las continuas medidas de achique puestas en marcha por nuestros gobernantes. El objetivo es ganar tiempo a cualquier precio, atropellando incluso la lectura cívica del mensaje de fondo: ¿Cómo casa la brutal subida para las clases medias del IRPF con la amnistía fiscal para las grandes fortunas? ¿Cómo se explica el encarecimiento de la luz o de los carburantes –cuyos efectos son transversales– mientras se mantiene una escandalosa ristra de subvenciones a los grandes lobbies: de la energía termosolar a las cajas de ahorro y la banca?

El hecho es que el fundamento último de la democracia moderna requiere de un relato moral que legitime el campo de sus decisiones. En ese juego de equilibrios entre lo posible y lo irreal, el poder necesita iluminar de un modo creíble el futuro. Sin esperanza, también el presente se desdibuja y empieza a carecer de sentido. Y las consecuencias del cinismo y de la falta de generosidad las conocemos demasiado bien.