Supongo que forma parte de las dudas que atribulan a los adivinos. En esta Europa de dos velocidades, resta por saber cuánto tiempo tardará Pepe, el rigurosamente desmelenado central del Real Madrid, en golpearse a sí mismo, pero también el momento en el que el vecindario abandonará su recién inaugurado gusto por la macroeconomía para volver a los asuntos de siempre, que en estas lides, no son, por supuesto, la muerte y el amor, sino el tiempo, el tráfico y las bolsas de la compra. La primera vez que oí algo sobre la prima de riesgo en un ascensor pensé en fingir que estaba de parto y escapar por la ranura. Vamos al fútbol y hablamos de fútbol, mientras comemos hablamos de comida, en las facultades de Derecho se habla de derecho, toda la puta vida igual, decía Rodrigo García. La crisis, sin embargo, ha modificado el planteamiento. En todas partes, de las barberías a los autobuses, se habla de economía; salvo en la propia economía, donde se habla del tiempo. Es como si se hubieran intercambiado los papeles; las fruterías y los descansillos se atollan con cifras y la economía mira debajo de la alfombra o atiende a los colores del cielo para medir su influencia en las agencias de calificación.

La superstición se convierte en ciencia y la ciencia del dinero regresa a los esoterismos, al estado de ánimo. Sólo falta sacar a San Pancracio en mitad de Wall Street. La crisis recuerda, en cierta medida, a ese comentario de Robinson Crusoe en el que Stanislaw Lem describe el nuevo sufrimiento del náufrago, repentinamente incapacitado para controlar a las criaturas de su propia imaginación. Al Robinson de Lem no le contradicen otras personas ni enemigos, sino sus fantasías, que le exigen verosimilitud; algo parecido pasa con este sistema, que trampea y falla justo en su lógica. La crisis del capitalismo no es de falta de verduras y de recursos, sino un gran error de software, una abstracción dentro de otra abstracción con consecuencias trágicas y frente a la cual únicamente parece oportuno confiarse a las cartas de la Bolsa o del sacrificio a la española: esto es, conseguir los mismos resultados con la mitad de personal, pero en la escala de la administración.

Mientras, el Parlamento se convierte en ese «cuchitril de cotilleo» al que se refería Otto von Bismarck, una cámara sin brazos para un Gobierno sin brazos, doblegado por las mayorías, el estado acientífico de la economía y la cachetada de Europa. El problema de la receta ultraliberal no es sólo que resulta sustanciamente perversa, sino que ni siquiera vale para España. Volvemos a lo de siempre, se importan políticas que relativamente funcionan en otras naciones pero sin sus contrapartidas y estímulos, que son los que sustentan la también relativa eficacia. Fíjense que se quieren traer hasta Las Vegas. Y los servicios sólo si son rentables. Y la educación para el que se la pague. Con el trasfondo de la caridad. Que Pepe se golpee ya a sí mismo. Se necesita un simulacro de cambio. Aunque definitivamente en otra dirección.