El diseño del mapa autonómico, además de la forma de Estado, (monarquía parlamentaria), la libertad de mercado, y todos elementos de nuestra arquitectura constitucional, se consiguieron en 1978 por el consenso, seguramente responsable, de las diferentes, a veces muy opuestas ideologías, que conformaban las fuerzas políticas del Estado.

Esta fórmula, que se desarrolló en el proceso constituyente, no era la única posible, ni siquiera puede que fuera la mejor opción en algunas de las instituciones sobre las que se basó ese consenso, pero lo que si es incontrovertible es que nuestra Constitución fue el fruto de un pacto de Estado, por vez primera en la Historia de nuestro constitucionalismo, y gracias a ese acuerdo fundamental, hemos podido disfrutar de un texto capaz de soportar muy diferentes políticas en las últimas tres décadas, en nuestro Estado.

Ciertamente, siempre es el momento de abrir un debate constitucional acerca de cualquiera de alguno de los elementos fundamentales del consenso: distribución territorial del Estado, configuración del modelo de Estado, y hasta la procedencia o no de una forma republicana de Estado. Pero habrá que tener en cuenta que la modificación de cada uno de esos elementos, o tiene el mismo consenso que hubo en el momento constituyente, o las posibilidades políticas de que prospere son mínimas.

El modelo de distribución territorial del Estado obedece como es sabido a razones históricas muy consolidadas en el primer tercio del siglo XX, en lo que se refiere a algunas CCAA, pero una vez iniciado el proceso, el mismo principio de igualdad constitucional tuvo un efecto de arrastre sobre los demás territorios. Tal uniformidad parece ponerse ahora en cuestión, tanto por las posiciones más decantadamente centralistas, como por las más autonomistas. Las primeras porque consideran que no son económicamente sostenibles, las segundas porque consideran que su hecho diferenciador las hace exclusivamente acreedoras del derecho a la autonomía. Pero evidentemente, si en el pacto constituyente se reconoció que existían como comunidades históricas, Galicia, el País Vasco y Cataluña, y si además nuestra Constitución reconoce el derecho de igualdad, si el resto de regiones no hubieran podido acceder a su autonomía, en condiciones de igualdad, habría existido una asimetría intolerable, generada en el propio texto constitucional.

En todo caso, ambas posiciones ignoran, con seguridad, y a pesar de que en la primera de las situaciones, su mayor defensora es justamente la presidenta de una comunidad, cuáles han sido los verdaderos efectos del reconocimiento de un derecho de autogobierno en los territorios del Estado. El Título VIII de la Constitución ha permitido en cada comunidad, en estos largos años de desarrollo constitucional, un modelo de gestión de los intereses propios de cada comunidad, con un sistema organizativo que ha servido de modelo comparado en el Derecho Constitucional.

Los procesos autonómicos han permitido en nuestro Estado, que cada comunidad pueda defender sus intereses y potenciar sus recursos, en función de sus propias capacidades, sin correr el riesgo de que Madrid priorizara a unos territorios sobre otros, creando riqueza para sus habitantes, y sin la supeditación a políticas, discriminatorias, de mayor o menor apoyo por parte del poder central, sin duda mediatizadas por conveniencias muy ajenas a veces al interés público.

Ahora bien, decir que las autonomías constituyen un elemento vertebrador del Estado, no implica un pronunciamiento acerca del modelo de financiación del Estado, ni la justificación de todos los gobiernos autonómicos, y de que todas las instituciones y gastos creados en torno a las autonomías haya sido ejemplar, como tampoco habría por qué decirlo de un Estado centralista. Una cosa es la gestión política, la distribución de los recursos, la duplicidad de las competencias y su incorrecta delimitación, el exceso de dotación institucional en algunas CCAA, (o en el Estado), y otra muy diferente el derecho de los territorios a su propio autogobierno, así el reconocimiento a la incontrovertible funcionalidad que han mostrado durante los años de su vigencia. Más aún, otra cosa es, y la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid lo deberá saber, que una comunidad quiera o no asumir algunas competencias. Seguramente en su momento, quienes gobernasen su comunidad entenderían que sí. En Andalucía creo que preferimos de momento gestionar nuestra sanidad y educación desde aquí, mucho mejor que sometiéndonos a los criterios de Madrid, del ministro del ramo. Los pueblos y ciudades de Andalucía no se reconocen en el Madrid centralista, desde donde nunca nos llegaban mucho más que políticos a los cotos de caza o al turismo de élite. Preferimos un gobierno de nuestra propia comunidad, que defienda nuestros intereses agrarios y de pesca hasta donde competencialmente nos sea posible, desarrollar políticas turísticas, y defender nuestros intereses, no muy gestionados históricamente desde los centralismos.

Eso sí, con independencia de la distribución territorial, la clase política seguramente debería girarse levemente sobre sí misma, y comprometerse con la austeridad, de su propia clase.