Ha pasado más de medio siglo. Pero la recuerdo perfectamente. Se alojaba en la habitación más barata del Castillo del Inglés de Torremolinos. También conocido como el Hotel Santa Clara. Aquel que Dalí y Gala, y Luis Cernuda y Rose Macaulay y Augustus John adoraban. Aquella vieja fortaleza sobre el mar, levantada por la Corona de España para proteger la bahía de Málaga y sobre todo las playas de Torremolinos ante posibles desembarcos enemigos. Un coronel inglés retirado la adquirió a principios del siglo pasado. Con el tiempo, la convirtió en un hotel muy singular, ya iniciados los años treinta.

Ruth Olsen llegó en el 1957 al Santa Clara con un montón de maletas y baúles llenos de libros. A mitad de la década de los cincuenta, después de dos guerras, la española y la mundial, para mucha gente Torremolinos era lo más cercano al paraíso. Además todo resultaba increíblemente barato. Sobre todo para los norteamericanos como ella.

Ruth Olsen era un ser luminoso, con la belleza a flor de su intelecto y de su espíritu; por eso, vestida con cualquier cosa podía parecer una de las mujeres más elegantes del planeta. Era amable y bondadosa. Entornaba los ojos al sonreír. Como su compatriota Ava Gardner. Su forma de hablar el español, con el acento del Deep South, podía ser irresistible. Los empleados siempre se daban cuenta cuando ella entraba en el restaurante del hotel. Los comensales respiraban con otros ritmos. Tanto ellos como ellas.

Su habitación estaba situada en una esquina del antiguo patio de armas de la fortaleza. Era amplia, fresca y muy sencilla. No tenía ventanas o balcones con vistas al mar. Solo una ventana estrecha que daba al patio, protegida por rejas y una tela metálica. Por supuesto, no tenía cuarto de baño, como la mayoría de las habitaciones del Santa Clara.

Veía a la escritora muchas mañanas, charlando con los otros huéspedes o leyendo algo mientras esperaba su turno para utilizar uno de aquellos monásticos baños colectivos del Santa Clara. Unos para las señoras y otros, más espartanos, para los hombres. Las normas del hotel no permitían el uso mixto, aunque los usuarios estuviesen casados. Si era primavera, los naranjos del patio convertían aquel espacio en algo que los huéspedes del hotel nunca olvidarían. El mejor lugar del mundo, según ellos, con las bandadas de vencejos sobrevolando aquellos azahares mientras el sol se levantaba sobre la bahía y las cadenas de montañas que la cerraban por el este.

Una tarde Ruth Olsen me sorprendió en la biblioteca del hotel, curioseando entre los libros. Yo era un modesto empleado de 16 años. Pundonoroso aprendiz de recepcionista de hotel. Se supone que no debería estar allí, hojeando unos libros destinados a los clientes. Probablemente se dio cuenta de que me encontraba en una situación embarazosa. Con una sonrisa, me ofreció, pensativa, el Time must have a stop de Aldous Huxley. Una edición inglesa de 1945, publicada por Chatto & Windus en papel de tiempos de guerra. Con el nombre del autor en grandes caracteres rojos y verdes. «You should read this», me aconsejó. Después firmó en la lista de la biblioteca. Con una caligrafía de escuela de señoritas distinguidas, añadió el título del volumen retirado, la fecha y sus datos. Era una formalidad más bien simbólica. La dirección del hotel consideraba un cumplido a su buen gusto literario el que un cliente quisiera conservar el libro prestado. Hasta el día de hoy, ese libro me acompaña, como un fiel breviario, salvado en un lejano naufragio.