De lo poco bueno que tiene esta crisis es que nos da a conocer la verdadera dimensión de quienes nos gobiernan. En los momentos difíciles los conoceréis. Emerge la soberbia o la mediocridad, la solvencia o los bemoles, la brillantez o la (in)capacidad de diálogo. Una crisis es un contexto propicio para las propuestas, que se acumulan en riachuelo diariamente en las páginas de los periódicos. Para las propuestas o las ocurrencias. Y luego están los Betetas.

Antonio Beteta, diputado desde el 83 en varias legislaturas, parlamentario en la asamblea de Madrid, consejero en esa comunidad y ahora secretario de Estado de Administraciones Públicas, una vida en el coche oficial, el casi todo gratis, volando en primera, arroces en Horcher, huevos en Lucio, dijo el otro día (lo dijo en un desayuno, ojo) que los funcionarios han de olvidarse del cafelito y el periódico. Era coloquial, sí, pero despectivo, injusto, un pelín idiota y nada ejemplarizante. Impropio de quien acostumbrado está a perorar en público. Porque no se alienta la productividad vejando ni atemorizando ni diciendo insensateces en un hotel de lujo al que has llegado en coche oficial sin necesidad de comerte los cruasanes del lugar por que seguramente un rato antes ya te los han llevado a tu despacho.

¿Nace o se hace?

Con todo, el lenguaraz de Beteta, al que tal vez han obligado a esta pequeña inmolación para que distraer los dardazos que deberían ir a otros, encarna un prototipo muy español: el bocazas. Sí. Y la gran duda es, ¿nace o se hace? El bocazas, no Beteta. Claro que tampoco es fácil dirimir si está emparentado con el enterao, disputa esta de carácter no menor, más bien científica, en la que andan enredados numerosos talentos de la piel de toro. El enterao habla siempre y de todo, desbarra pero no siempre, destila conocimientos pero los expone mal y, lo malo, es que cuando no sabe algo se lo inventa. Para el enterao no existe la frase «no lo sé», que reserva para los que él cataloga como cortos mentales o tímidos, nunca claro a la altura de su destreza en tales lides. «Te lo dije» es una de sus expresiones favoritas.

Pero no es del enterao de quien queríamos ocuparnos sino del bocazas, que no siempre es locuaz. Queremos decir, que puede permanecer tiempo callado. Una carrera política entera, incluso. Lo malo es que cuando pía mete la pata. Lo hace a destiempo. Piar, no mover la pata. Fastidia a deshora, desvela a destiempo, incendia ánimos sin necesidad. Un bocazas es el que te dice «te hemos preparado una fiesta sorpresa el sábado» pero también el que acusa de flojos a miles de funcionarios, perpetúa un tópico del imaginario decimonónico y, aún no siendo cierto que hay de todo, vagos redomados incluidos, cualquier generalización resulta injusta.

Para rizar el rizo citamos a Chesterton: «Toda generalización, incluida ésta, es una injusticia». Todo el mundo tiene derecho a meter la pata (otra generalización) y no hay que cebarse con Beteta, pero tampoco vamos a realizar el ejercicio de bucear en su biografía (no vaya a ser que sí haya motivos) de la que nos suenan episodios políticos oscuros, no vaya a ser que esto no sea un borrón si no un hábito de comportamiento.

Beteta cree, imagina, fabula acerca de por ejemplo un adusto barrigón con manguitos que resuelve un crucigrama a las doce de la mañana tomando un cortadito, medio pitillo en los labios, mientras hay una cola en ventanilla para obtener un certificado de vida con dos pólizas y un sello de caucho. Ni siquiera tiene imaginación. El muy bocazas.