El grito, la obra maestra del pintor noruego Edvard Munch, lleva casi 120 años intentando ser domesticada por la industria del arte y del entretenimiento para que deje de gritarnos en la cara su mensaje de desolación y angustia existencial. El grito, por eso mismo, ha sido expulsado hacia sus afueras asignificativas y convertido en portada de la revista Time y de decenas de libros, en un personaje de la serie Los Simpson, en una muñeca hinchable (de la que, por cierto, se vendieron cientos de miles de unidades), en camisetas, en tazas de té, en cuadros de otros pintores como Andy Warhol, etc. En este carácter icónico universal al que se le ha despojado de su valor original y verdadero se parece al Che Guevara, que ya no hace la Revolución ni invita a un cierto tipo de idealismo político porque lleva decenios siendo obligado a ser el contable a la fuerza de un lucrativo negocio que usa su careto para vender justo lo contrario de lo que encarnaba y por lo que murió: para vender conformismo, para vender sojuzgamiento a los poderes visibles e invisibles del mundo, para vender derrota, para venderse sin resistencia ni peros filosóficos a los castradores e hiperclasistas objetivos del Dinero. A El grito le ha pasado algo parecido: desfigurado por la mercadotecnia, ya no parece lanzar un grito de advertencia sobre el fondo terrorífico de la condición humana, un grito de horror que hallaría su eco inmediato en la Europa de las dos guerras mundiales y de los campos de concentración y gulags, sino vocear su precio, ofrecerse como objeto de consumo.

El grito presenta en primer plano a un figura (sabemos que es un hombre porque el propio Munch confesó que era una especie de autorretrato, pero podría haber sido una mujer) sobre un puente o pasarela. Otros dos hombres, uno alejándose (huyendo despacio de ese grito del que no quiere sentirse parte) y otro asomado a la barandilla (quizás interrogando el abismo, el Vacío, que se abre como consecuencia de ese grito), están un poco más allá. El cielo, formado por trazos cálidos que se arremolinan, amenaza tormenta o algo peor: el acabamiento del mundo o, por lo menos, de nuestro mundo de principios bien asentados y conocidos. El que grita no parece tan importante como el grito, que es como si le preexistiera, como si le estuviera usando para expresarse: el grito le pide su voz prestada al gritador porque sin él no será audible, pero está antes y después de él porque el grito, todo grito, es Origen (el llanto feroz del recién nacido) y Fin (los estertores de agonía del moribundo, la explosión de la Bomba).

Munch hizo cuatro versiones de este cuadro con pequeñas variaciones entre ellas, como si su autor, ocupado en asuntos menores de índole estética (tonos, perspectivas, personajes), quisiera librarse del escalofrío metafísico que le había descoyuntado la mandíbula y el alma el día que paseaba con esos dos amigos suyos que pinta un poco apartados de él. Tres están en Oslo en diversos museos y la cuarta pertenecía a una rica familia noruega, los Olsen. Es ésta la que la casa Sotheby´s va a subastar el próximo mayo y de la que espera sacar entre 70 y 80 millones de euros. Y de nuevo pasará lo de siempre: en vez de aprovechar esta obra maestra para pensar el destino de la Humanidad, ahora tan en entredicho como casi siempre, nos limitaremos a abrir la boca para asombrarnos de su cotización.