Hoy se cumplen cien años del desvanecimiento de un sueño de fiesta, dinero y poder. Cien años después, el naufragio del Titanic, microcosmos de la sociedad de su época, se convierte en la perfecta metáfora del hundimiento del Estado del bienestar en el gélido mar de la crisis, donde cada cual bracea como puede o intenta que no lo lastren de las barcas de la supervivencia. Las similitudes con aquel suceso y la metáfora son muchas: los gobiernos de las últimos años no supieron ver la amenaza ni la magnitud de la economía petrificada con la que íbamos a chocar, ni han sabido maniobrar con inteligencia ni comprobar a tiempo si tenían suficientes botes de salvamento. Las diferencias estriban en que hoy nadie tiene el espíritu erguido para seguir tocando música en la cubierta del drama y en que, antes que las mujeres y los niños, son la banca, los empresarios, los políticos y la gente de pro, entre la que abundan votantes del Partido Popular, los primeros en evacuar sus ganancias del desastre.

Lo peor es que no sólo se hunde el Titanic del bienestar, sino que también se hunde la democracia. La situación es grave y es cierto que hay que tomar medidas duras, pero es difícil entender muchas de las que el actual Gobierno convierte cada día en un latigazo sobre la espalda encorvada de los ciudadanos. No se entiende que se mantenga el privilegio de los elevados pagos vitalicios a los que formaron parte de los gobiernos, aunque fuesen unos mediocres de paso, fácilmente olvidables; que se siga incrementado el gasto en asesores en nadie sabe qué; que no se potencie la economía productiva en favor del consumo y todo se apueste a la economía del déficit público y del monopoly de los mercados, de los que ya sabemos que no tienen rostro humano. Tampoco que el FMI nos diga sin rubor alguno que vivir más tiempo conlleva recortes en las pensiones, aumento de las cotizaciones, ligar la jubilación a la esperanza de vida y que nos paguemos planes de pensiones, además de pagar la sanidad, los fármacos, la educación, la subida del transporte público y hasta el soma Huxley contra la depresión. Más madera y la que exigirá mañana el Gran Hermano de Europa, después de bendecir que nuestro gobierno abarate el empleo, favorezca el despido con una sonrisa y nos reclame confianza (¿en quién?) y más sacrificio porque tenemos que servir (la palabra tiene viejas y lamentables resonancias) a España, que para eso estamos. Y por si fuera poco, los nuevos administradores de la democracia, que mire usted por donde celebran el bicentenario de nuestra primera Constitución, dictan una severa ley en contra de la resistencia pasiva y las manifestaciones. Sólo falta que Interior dictamine que la cultura es una actividad delictiva, que al poco periodismo que resiste –con la independencia y el criterio bajo mínimos– lo sustituyan con boletines oficiales del Estado, que rescate la ley Corcuera y nos derriben la puerta de casa por si andamos conspirando en familia delante de la tele, en el tálamo conyugal o en el WC Una democracia que quiere al pueblo sometido, callado, atemorizado y vigilado en las calles, en las empresas –cada vez más kafkianas–, en los bares y en las redes sociales, no es democracia. Su nombre es algo muy diferente que creíamos superado desde el 23F. A este paso marcial, películas como La fuga de Logan, de 1976, en las que los que cumplían treinta años debían morir voluntariamente, o Fahrenheit 451, de 1966, en la que estaba prohibido leer para que nadie pensase y cuestionase la realidad que les rodeaba, dejarán de ser ciencia ficción para formar parte de la realidad cotidiana. Los que nos enrolemos en la resistencia tendremos que adoptar un alias en clave, llevar una doble vida sin dejar huellas y reunirnos de madrugada en los tanatorios de las periferias.

Les confieso que cada semana intento escribir de algo agradable o divertido, de alguna anécdota curiosa y literaria que nos evada de la depredación de la crisis, de la sequía de ideas de la política, de su falta de ética y autocrítica, pero me resulta muy difícil tocar el violín en la cubierta del Titanic. Mis ojos, mi pensamiento y mi palabra no pueden mirar a otro lado, mientras a mi alrededor, en la marea viscosa del presente, los cadáveres de las esperanzas y de los sueños flotan a la deriva, como la pálida Ofelia de primavera, aunque menos bella que la que pintó John Everett Millais.