La vida queda con frecuencia marcada por los anuncios. Recuerdo muy bien en especial los de la Gran Vía madrileña como el del tabaco de marca Camel con un neón en movimiento que, desde la fachada del edificio de la plaza de Callao, enseñaba unos pitillos saliendo de la cajetilla con un dromedario al lado. Pero eso fue, si la memoria no me falla, a finales de los años cincuenta; mucho antes estaban los carteles de la Red de San Luis, con un ascensor modernista, de un estilo muy Gustave Eiffel, al que te montabas para salir del metro pagando una perra chica (subir por la escalera era gratuito pero, ¡ay!, fatigoso). En los tejados de la plaza que era y sigue siendo más bien una encrucijada estaban los anuncios de Laxen Busto, un laxante de sabor a chocolate un tanto arenoso, y Cerebrino Mandri con el dibujo de un señor de frac y gesto adusto que te animaba a tomarlo para aliviar jaquecas, neuralgias y demás dolores de cabeza. Creo que el Ceregumil no tenía cartel colgado allí pero tampoco podía andar muy lejos.

Las prácticas de salud pública, que tanto han hecho por detener la peste y el cólera morbo, se han ido cargando poco a poco esas imágenes de la niñez. Fumar es ya un pecado, cuando no un delito, y si a alguien le diese por ponerle en la boca un cigarrillo a un camello terminaría denunciado por las asociaciones de defensa de los animales. El Cerebrino Mandri lo prohibieron hace unos años no sé muy bien por qué razón aunque supongo que tendrá que ver con los reglamentos administrativos. Ahora le llega el turno al Ceregumil, producto que no podrá venderse en adelante como dietético porque así lo ha dispuesto el Tribunal Supremo. Que tremendo es vivir tiempos en que las altas instancias judiciales te protegen de que compres un jarabe, unos polvos o unas pastillas, cuyos arcanos no son los que parecen, pero los causantes de la miseria colectiva a la que llamamos crisis siguen tan ricamente venga a concentrar cajas y bancos con el dinero de nuestros impuestos. Tal vez sea que el bienestar saludable depende de los ministerios y la paz espiritual es competencia de los obispos –así nos va– pero el sosiego económico queda fuera de los amparos tanto providenciales como políticos. Es una pena porque ya nos gustaría tener a mano un producto milagroso que, amén de regular los tránsitos intestinales y detener el cansancio cerebral, sirviera para que a uno no le echasen del empleo basura de turno.

Entre pitos y flautas, los anuncios no son ya ninguna referencia que vayamos a atesorar. Los de la tele parecen a veces películas de autor en miniatura, como ése del automóvil que van montando en el aire con paracaídas y termina buceando bajo las aguas. Será todo un alarde publicitario pero a nadie convence porque se ha perdido la autoridad. El señor enfadado de etiqueta te hacía tomar lo que fuese que anunciaba porque le creías y sabías de las ventajas de obedecerle. Cualquiera se fía hoy de sus herederos que nos gobiernan desde la Moncloa.