El viaje real preocupante fue en Semana Santa. Los duques de Palma, la infanta Cristina e Iñaki Urdangarin, no estaban en Marivent, se venía a decir que como castigo por hacer negocios en la pista de pádel. El Rey había ido solo a Kuwait, haciendo uso de la interlocución privilegiada, a traer petróleo para España ahora que el embargo iba a cerrarnos el grifo de Irán. El viaje no estaba en agenda, no le había acompañado nadie del gobierno e informó del desplazamiento y de las gestiones a la vuelta. Adornaba el despacho de agencia que esa interlocución absolutamente privilegiada también tuvo mucho que ver en la concesión del Ave de La Meca a Medina a empresas españolas.

En puridad, el safari en Botsuana entraría en los gastos que sabemos tiene la Casa del Rey –ha rebajado el sueldo a sus empleados– pero un elefante en un relato lo magnifica todo. Se entiende que la caza es un deporte, como el esquí o la vela, Bribón. De la nieve le retiraron dos caídas, del mar abdicó hace un año. Pero la caza no es igual, y menos cuando es mayor. El plan en el que el rey se rompió la cadera no gusta: a unos pocos les da envidia y al resto les repugna.

Relato. Donde el asunto tropieza, se accidenta y rompe por tres sitios es, precisamente, en el relato para los que les gustan los cuentos con reyes y príncipes. En las últimas ediciones de esos cuentos ya no interesan los reyes de los hechos insólitos y prodigiosos sino -según el consabido modelo «como uno más» y «conduciendo su propio vehículo»- los monarcas que van a misa, comen en familia algunos festivos y corren al hospital a ver al nieto herido (aunque lo fuera cuando entrenaba para ser un gran cazador en el futuro), personas ejemplares de la revista ¡Hola!

En esos cuentos de abuelo no cuela decir que el rey, desvelado por los jóvenes españoles sin empleo, dejó de contar ovejas y probó a matar elefantes en Botsuana.