Jamás alguien había perdido tanto en tan poco. España no es monárquica, sino «juancarlista». Esa frase ha caracterizado la nucleación de la figura del monarca en el imaginario colectivo de gran parte de la sociedad española. Pero los españoles han ido cambiando a golpe de calendario, y las cuadrículas de los días, no sólo la del 15 M, se han ido llenando de universitarios con máster en la cola del paro, de familias a las que se les vendió el sueño del cielo enladrillado que cada día son lanzadas al raso, de jóvenes sin máster que lo dejaron todo para trabajar en la burbuja inmobiliaria mientras sus gobernantes miraban para otro lado, de gente que ha convertido las redes sociales en una nueva ágora del siglo XXI sin cortapisa en el debate, para bien o para mal; de desencantados de la política partidista que parasita las instituciones, de desconfiados que tampoco aplauden a Repsol aunque critiquen el populismo estruendoso de la presidenta argentina, o de amantes de los animales que ahora piden la renuncia del Rey a la Presidencia de Honor de la fundación para la salvaguarda de la vida salvaje, la WWF, tras su última cacería de elefantes.

Todo eso y mucho más conforma una selva sociológica donde difícilmente cabe un cazador decimonónico a cuenta del erario público, y mucho menos si es llamado jefe del Estado, aunque eso sea semánticamente matizable.

Acudo al catedrático de Derecho Constitucional Ángel Rodríguez para que me aclare la legalidad real, que no Real, de ese cargo. La monarquía española es únicamente representativa. De hecho funciona como una aglutinadora figura de Estado al margen de los partidos, por lo que la degradación actual de la política partidaria en la valoración de los españoles la refrenda, guste más o menos el hecho de que pueda ser útil y necesaria su existencia. Por tanto, en la democracia española no cabe aquello de pedirle cuentas al Rey.

Es el Gobierno el que puede y debe controlar las actuaciones del monarca, al que compete explicarse o presentar la dimisión de algún responsable si es el Rey quien mete la pata –o la cadera, como en este caso en Botsuana, invitado a la cacería por un magnate sirio–. Por tanto, cuando en 2006 fue a cazar elefantes (año al que pertenecen las fotos que hemos visto en prensa), la responsabilidad de ese viaje y su conocimiento pormenorizado era del presidente Zapatero. Como la de esta nueva cacería en momento tan inoportuno es responsabilidad del presidente Rajoy.

Aparte lo constitucional, el hecho es que el «juancarlismo» también se ha dado un tiro en el pie, como el pobre Froilán. La figura campechana, esforzada, valiente de 23 F, casi anciana de don Juan Carlos no sólo se ha roto la cadera, ya felizmente recompuesta, sino la cara.

La misma cara llena de tristeza con la que el Rey ha pedido perdón como jamás se había visto en 36 años de reinado: «Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir»… Aunque quizá ya sea tarde.