Las verdades elementales son las más difíciles de aceptar, véase «en sanidad hay corrupción». Los temperamentos escépticos son los más susceptibles de incurrir en benevolencia temeraria. Por ejemplo, se concede sin rechistar que cualquier proyecto ligado a la construcción implica dineros opacos. En cambio, toda iniciativa empresarial sanitaria es altruista. Si un pañal cuesta 200 euros, se abonarán desde la impavidez. En cambio, un ladrillo de un euro contiene a la fuerza una cuota de prácticas hediondas. La credulidad medicalizada alcanza su apogeo cuando se sobreentiende que levantar un bloque de pisos conlleva pagos indefendibles. Por contra, si la misma constructora perpetra un hospital, su talante se desprende de adherencias corruptas y se comporta como si su consejera delegada fuera Florence Nightingale.

En sanidad hay corrupción, la misma que en otras parcelas de la vida pública. Es proporcional al presupuesto, no al juramento hipocrático. Los doctos estudios sobre contención del gasto sanitario inciden en la prioridad de atajar los desvíos irregulares. Sin embargo, la solución patrocinada por el Gobierno mantiene la identificación entre la actividad sanitaria y la pureza inmaculada. A continuación, descarga su ira ahorradora contra los abominables malvados de esta historia, los pensionistas que recurren a suplementos farmacológicos para vivir más de la cuenta, en acertado diagnóstico del Fondo Monetario Internacional. Los economistas que han elaborado el informe del FMI se comprometen a extinguirse –morirse, en lenguaje no técnico– así que se cumpla la esperanza de vida que les asignan las estadísticas.

Sin los pensionistas entrometidos, a quienes el Gobierno está a punto de tachar de drogadictos, se podría discutir una rebaja en los precios inflados de los fármacos o de las famosas prótesis «que no nos podemos pagar». ¿Dónde piensan venderlas sus fabricantes, en Botsuana? Empeorado todo por la perversión del lenguaje. «Que pague más quien más ingresa» se traduce por «que pague más quien más declara».