Mañana el chileno Nicanor Parra recibirá, aún no se sabe si en persona, el Premio Cervantes. Nicanor Parra tiene 98 años, que es una edad imposible de la que él, dado el aspecto fresco, ocurrente, memorioso y simpático con el que aparece en las numerosas entrevistas que ha concedido estas semanas, se ríe tanto que acaba convirtiéndola en posible, en lo único posible. Nicanor Parra es poeta y antipoeta a partes iguales. Se le conoce más por lo segundo porque ese término es invención suya, pero también es lo primero para no quedar prisionero de una etiqueta, es decir, de un término que, como todos, tiene vocación totalizadora. Un antipoeta que se precie tiene que saber ser poeta cuando se lo pida el cuerpo (y viceversa), cuando se lo pida la página, y así, descreyéndose un poco, descansar de sí mismo, mirar hacia otra parte, hacerle una broma irrefutable a la seria identidad propia o yo que a todos nos persigue como si fuera nuestro peor enemigo.

Nicanor Parra ha publicado numerosos libros dispersos, libros que huían como posesos de las trampas del mundo literario, que se volvieron de pronto encontrables gracias a la edición en dos gruesos volúmenes que hizo hace pocos años Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg. Pero de todos ellos el que prefiero es uno que, con motivo del Premio Cervantes, acaba de reeditar de manera preciosa el Fondo de Cultura Económica: La vuelta del Cristo de Elqui.

Este Cristo de Elqui se llama, en verdad de mentira, ya que es invención o parto de Nicanor Parra, Domingo Zárate Vega, un humilde analfabeto que, después de que se le apareciera Jesucristo y de meditar retirado durante siete años sobre este suceso, se pone a predicar en hospitales, asilos de ancianos, cárceles, minas y otros lugares repletos de gente necesitada. Para darle mayor verosimilitud a la historia, el libro aporta fotos en blanco y negro de Domingo Zárate y el resto de miembros de su familia. El Cristo de Elqui niega que pueda hacer milagros, que sea mago o un dios encarnado y, en cambio, afirma ser un yerbero con capacidad para atender solo los problemas solucionables. Habla en lengua vulgar porque es la lengua que entiende la gente (y porque no sabe otra), da consejos sensatos y prosaicos (respetar los semáforos, que los hombres se apunten a cursos por correspondencia para conocer mejor a las mujeres, no cortarle las alas a las gallinas), se enfada cuando alguien dice que la pobreza es un signo de inferioridad, denuncia con enorme gracia y sentido común los abusos de los poderosos y proclama que todos somos, hagamos lo que hagamos, sacerdotes, en especial los que se dedican a limpiar alcantarillas. Sus amigos, como escribe en un poema, son los enfermos, los débiles, los pobres de espíritu, los que no tienen dónde caerse muertos, las madres solteras, los campesinos, los que perdieron a su madre, los condenados a cadena perpetua, los humillados por sus propios hijos, los sepultureros, los soñadores, los idealistas.

En otro poema se lee algo de plena actualidad, algo, de hecho, que explica casi toda la actualidad: «hay que tener estómago de avestruz/ para tragarse tanta porquería». El Cristo de Elqui es más que un libro de poemas o un nuevo Evangelio: es una pedrada lanzada contra las ventanas insensibles y cerradas a cal y canto de los que nos obligan a tragar tanta porquería. Quizás no sea suficiente para romperlas, pero sí para inquietarles un poco recordándoles que no nos resignamos y que les estamos vigilando.