El chaparrón de malas noticias que arrecia sobre España está calándonos hasta los huesos. Me refiero a la mayoría, a la clase media, a los trabajadores, a quienes nos fríen a impuestos y nos dejan sin trabajo, sin sanidad ni educación gratuitas; a quienes nos culpan de haber vivido por encima de nuestras posibilidades, como si no hubiéramos vivido, ahora y siempre, al son que nos han marcado. Pero a ellos el temporal de desgracias les resbala. Están bien equipados, bien protegidos y no les afecta el empobrecimiento porque viven al margen de escaseces.

No me atrevo detallar el rosario de penalidades que nos aflige, más que nada porque todos estamos atragantados de desayunar cada dia sapos informativos que no son nuestros; sapos asquerosos que se los deberían tragar ellos, quienes los crían y los engordan.

Hay un gremio emergente, de los poquísimos que ha superado la crisis, que es el gremio de los tertulianos, unas señoras y señores sabelotodo que actúan como intermediarios entre los desmanes del gobierno, las tribulaciones de la Casa Real y la ciudadanía corderil. Te los encuentra mañana, tarde y noche, en las radios y televisiones. Siempre los mismos. Unos, alineados de forma sectaria en las tesis más ultraliberales del actual sistema, provistos de anteojeras que sólo les permiten mirar en una dirección, se empeñan con mil florituras en vendernos lo invendible. Otros, defendiendo sin mucha consistencia las teorías contrarias, recurren al ingenio para parecernos graciosos. Y algunos, muy pocos, dan tímidamente alguna vez con la tecla, pero todos a coro, a gritos ininteligibles, con interrupciones continuas, forman un circo en el que los posibles espectadores saben quiénes asumen el papel de titiriteros y quiénes hacen de clown o de augusto. En cualquier caso, se trata de una «diversión» que alguna pista nos da de lo que está ocurriendo y que, además, nos aleja de programas cutres, chabacanos y barriobajeros.

A falta de pan buenas son tortas. A falta de que nos digan la verdad y de que nos endilguen de una vez todos los sacrificios que nos esperan, y no nos hagan pasar por el goteo doloroso de un interminable vía crucis de amputaciones sociales, no está mal que los tertulianos aparezcan como portavoces o contravoces oficiosos, de manera que tampoco los vamos a culpabilizar porque, a fin de cuenta solo son, si es que son, unos simples mensajeros.

Sobrellevando con pena el recortazo total que nos empobrece cada día más, aguantando las guerritas diplomáticas con un país hermano tocado de extremismo populista, irritándonos con las imprudencias del Rey y aceptando –no se puede hacer otra cosa– su apresurado e infantil perdón de dos palabras y media, llegamos a un punto de esperanza que es la aldea (Andalucía) de Asterix y Obelix (Griñán y Valderas) que se resisten como gatos panza arriba a las conquistas hispanas del poderoso César.

Parafraseando a Jacques Bergier, autor con Louis Pauwels de El retorno de los Brujos, podríamos asegurar que, al igual que hay otros mundos pero están en este, también hay otras soluciones alternativas a la crisis y están en esta. Bruselas nos obliga a apretarnos el cinturón pero no permite ni siquiera una dieta alimenticia de mantenimiento. Hay que recortar y reducir servicios (mandar gente al paro), priorizar lo privado sobre lo público. El FMI, en cambio, recomienda simultanear la reducción del déficit con una política de crecimiento. O sea, que ellos mismos admiten la existencia de una alternativa más «humana».

Necesitamos angustiosamente escuchar una voz firme que nos quite el miedo y nos de esperanzas. Sería ideal que el druida galo Panoramix (Hollande) nos proporcionara la poción mágica que nos salvara económica y socialmente. De momento, en Andalucía no dejarán que el César traspase esa delgada línea roja del estado del bienestar. Ni que se carguen la Constitución autonómica tras treinta y tantos años de frutos continuados. Como resulta que hay alternativa a tan letal fórmula del recortazo sin anestesia y existe un modelo no explorado para potenciar el crecimiento económico, entonces exijamos que la vida se mueva, que haya créditos, que se compre, que se venda, que cesen las desgracias de los menos favorecidos. Y, sobre todo, que no avasallen a los pensionistas. Hay quien lamenta que España sea un país demasiado longevo, que tengamos larga esperanza de vida, que nuestra sanidad pública sea de las mejores del mundo. Son sólo ocho euros al mes, cuatro cafelitos, dicen impúdicamente.