Llegará. Algún día llegará. No sé ni cuándo, ni dónde, ni cómo, y sinceramente no quiero ni saberlo (o sí), pero como todos los billones de billones de seres que han pisado esta tierra me apagaré. Entregaré «la cuchara», como popularmente se dice por estos lares. Quiero pensar que alguien llorará mi pérdida y que no habrá el que burdamente quiera bailar sobre mi tumba y, al igual que hay ratos que quiero saber cómo será mi fin y a ratos no, dudo sobre querer ver o no en modo espectro mi funeral. El morbo de quién irá combate duramente con la tristeza que me inunda por hacer llorar a los que deje atrás. Tristeza, no culpa, porque espero irme porque no queda más remedio, porque no me dejen estar más entre los vivos.

Aunque tenga la enorme suerte de que los míos me rodeen, en mi último suspiro me iré sola, de manera indigna, porque no hay muerte acompañada y no hay muerte que se merezca todas las letras de la palabra «dignidad» del que se va por obligación. La muerte es tan fría que por mucho que los que se quedan intenten que pases el trance lo mejor posible no te permite que elimines la soledad y la indignidad de la ecuación fatal. ¿Miedo? Sí, no les voy a mentir. Miedo por lo desconocido. Por mucha fe y creencias que uno tenga, de una vida más allá del mundo terrenal, una reencarnación o un simple fin sin más sigue siendo terreno nuevo que explorar. Como el niño que nervioso afronta su primer día de colegio.

Para el día en que vaya espero haber disfrutado lo máximo de mi corta existencia, espero irme sin tener nada pendiente, aunque siempre hay algo que se queda en la lista. Hablando de listas, hace años que me propuse hacer el típico listado de cosas que hacer antes de llegar a la tumba. No quiero saltar desde un avión en paracaídas pero sí hacer la dichosa y tópica lista para poder completar alguno de sus puntos. Supongo que ésta es la primera cosa «apuntada»: poner mis ideas en orden en lo que a disfrutar la vida se refiere. También espero irme habiendo dejado huella pero sin que esa marca sea de obligada publicación en noticias curiosas, como esa neozelandesa de 30 años que ha fallecido de un infarto después de beberse diez litros de Coca Cola diarios. Que mi salud mental no me haga hacer locuras, y que las locuras de otros no acaben por llevarme a la tumba.

El día que entregue «la cuchara» espero que llueva, pues adoro la lluvia, y me gustaría que fuera un día como otro cualquiera, dentro de la normalidad de nuestras complicadas vidas. Espero viajar entonces al espacio sideral, y encontrarme con los que partieron antes que yo injustamente. Quizás entonces comprenda el porqué de todo; ¿o es que no es ese el premio de consolación del final de la carrera de la vida?