Entre buena parte de la opinión pública (especialmente, la progresista) hay grandes esperanzas depositadas en la posibilidad (real) de que François Hollande, candidato socialista a la presidencia de Francia, venza en las elecciones del 6 de mayo al actual inquilino del Elíseo, Nicolas Sarkozy. Ven en ello un contrapeso a la «malvada madrastra» alemana, Angela Merkel, para que afloje las riendas en su «inflexible» austeridad hacia los países periféricos (como el nuestro).

El problema radica en no ver que esta crisis ha sacudido los cimientos del poder y que puede resucitarse el «eje francoalemán» de la construcción europea… cuando, en materia económica, casi todo se decide ya en Berlín y Frankfurt (sede del BCE). Lo resumía un gestor de fondos francés, de manera descarnada: «No esperamos que un gobierno socialista haga una política que difiera radicalmente de uno conservador. Se renombrará el pacto fiscal como pacto fiscal y por el crecimiento, sin alterar la política de austeridad». U otro, suizo: «Gane quien gane, Francia no tiene otra opción que adherirse a los compromisos de estabilidad fiscal».

Las consecuencias de ello, sin embargo, empiezan a ser inquietantes desde el punto de vista político (especialmente, en los países más afectados por los recortes). En naciones como Grecia, los dos partidos mayoritarios (y defensores de los ajustes) apenas sumarían el 50% de los escaños en el Parlamento (debido al crecimiento de opciones extremistas), cuando antes de la crisis acaparaban más del 90%. Y no solo en Grecia: la última encuesta publicada aquí señala que PSOE y PP solo conseguirían el 60% de los votos… por primera vez en democracia. Solo faltaba ahora que la caza de elefantes en Botswana añada más leña al fuego.