De repente, todo el país se ha puesto nervioso. Han transcurrido ya los primeros cien días del gobierno de M. R., con más titubeos y dudas de los previstos. La prima de riesgo amenaza con una pronta intervención comunitaria. Europa nos observa como al alumno a quien le catean incluso los presupuestos. Las bancos preocupan —y mucho— con las líneas de crédito cortadas de modo oficial. A falta de las Malvinas, Argentina se cree con derecho a intervenir una de las joyas industriales del Ibex 35. Y entra en escena la Corona, simbolizada en una doble cacería con epílogo en el hospital. La España juancarlista comienza a sentir un creciente desafecto hacia el rey, con las lógicas consecuencias sobre el entramado institucional.

Dada la característica intuición del monarca, asombra la errada decisión de un viaje a Botsuana. Mientras empieza a apuntar una especie de síndrome de la Zarzuela –trasunto real del síndrome de la Moncloa– algunos analistas políticos hablan abiertamente de la urgencia de una abdicación controlada en favor de su hijo don Felipe, convertido –por su savoir faire– en el auténtico punto de equilibrio de la institución. La voladura de la monarquía no tendría, desde luego, un efecto neutral, ya que el eje de la bóveda del Estado constitucional es la Corona.

La historia de España nos debería haber enseñado a respetar los factores de estabilidad que actúan como contrafuertes de la tendencia centrífuga del país y sus excesos populistas. Durante el proceso constituyente, la Corona supo desempeñar un papel moderador, ejemplar y transformador, que le valió el aprecio de la inmensa mayoría de la sociedad. Una sucesión de torpezas parece haber puesto fin a este idilio, quizás en el peor momento posible. Llegados a este extremo, la modernización de la monarquía –transparencia, rigor, equidistancia, ejemplaridad– resulta ya ineludible.