El eventual triunfo final en las urnas del tranquilo y, para muchos, demasiado vacilante candidato socialista francés al Elíseo, François Hollande, frente al impulsivo, impredecible y tremendamente impopular Nicolas Sarkozy parece despertar grandes ilusiones en la izquierda moderada europea.

Esas esperanzas se fundan sobre todo en su compromiso de renegociación del Tratado de Estabilidad, cuyas draconianas exigencias draconianas están poniendo contra las cuerdas a pueblos y gobiernos.

Como una odiosa madrastra, la canciller alemana, Angela Merkel, insiste en hacernos tragar a todos aceite de ricino. Esa evidente falta de empatía con los sufrimientos ajenos, que está generando una fuerte corriente de opinión no sólo ya anti-alemana sino anti-europea e incluso un resurgir de los nacionalismos de tinte xenófobo.

Hollande, la nueva esperanza blanca de la malherida socialdemocracia europea, pretende renegociar el para muchos odioso documento que lleva el rimbombante nombre de Tratado sobre la Estabilidad, la Coordinación y la Gobernanza, que lo fía todo al equilibrio presupuestario sin que parezcan importarles lo más mínimo a quienes insisten en su estricto cumplimiento los dramas sociales que está generando.

Ese agarrarse a una especia de tabla de salvación, que supondría para buena parte de la izquierda europea una victoria de Hollande en la segunda vuelta de las elecciones francesas, es totalmente comprensible dadas las circunstancias, pero conviene no cifrar en ella excesivas esperanzas como se hizo en su día con el cambio que supuestamente iba a representar la llegada a la Casa Blanca del demócrata Barack Obama.

Rodeándose, entre otras cosas, de exejecutivos de Wall Street en su equipo de Gobierno, el primer ocupante negro de la Casa Blanca ha acabado defraudando millones de ilusiones no sólo entre sus compatriotas sino en el resto del mundo.

Sin duda aconsejado por sus correligionarios del otro lado del Rin, Hollande ha tenido ya que dar marcha atrás en algunos de sus planteamientos iniciales más radicales aunque siga condicionando su ratificación del Tratado de Estabilidad a que se mejore sustancialmente en lo tocante a las inversiones, es decir a que complemente con un «elemento de crecimiento y empleo» a base de proyectos industriales a escala continental, lo cual supondría una inyección del hoy olvidado keynesianismo.

Pero los mercados son los mercados. Hay sin duda movimientos especuladores interesados en un fracaso de la moneda común europea, y su estrategia consiste en cobrarse ahora las mayores piezas, como Italia, España y Francia, y, de llegar a la presidencia, Hollande tendrá que caminar con pies de plomo.

Sin olvidar que, como recordaba el periodista francés Serge Halimi últimamente, más allá de lo que los distingue en materia fiscal, Hollande y Sarkozy han apoyado los mismos tratados europeos, desde el de Maastricht hasta el de Lisboa y han «ratificado los mismos objetivos draconianos de reducción del déficit público».

Un triunfo de Hollande facilitaría, eso sí, una re-edición de la gran coalición entre cristianodemócratas y socialdemócratas en Alemania, lo que centraría más a la canciller Merkel y la volverían seguramente más sensible a las preocupaciones de unos ciudadanos hartos del desenfreno de un capitalismo que tiene ya muy poco que ver con el modelo renano, que tanto contribuyó a la construcción de la Europa social tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial y ahora puesto en tela de juicio por los obstinados defensores de una globalización sin cortapisas.