Un año más ha llegado el Día del Libro con sus lecturas públicas de El Quijote, sus firmas de autores premiados por esta o aquella editorial y la salida de los libros a la calle, y uno, que es desde su juventud visitante asiduo de las librerías, no ha podido evitar, tras lo que ha visto, una sensación de profunda depresión.

Han salido en efecto los tenderetes a las ruidosas y cada vez más contaminadas aceras y frente a los vips, los almacenes de El Cortes Inglés y otras cadenas se busca atraer con todo tipo de ofertas al ciudadano del que se supone que normalmente no entra nunca, aunque sea por simple curiosidad, en una librería.

¿Y qué ve uno expuesto sobre esas mesas? Montones de libros de recetas de cocina, manuales de auto-ayuda o sobre curas de adelgazamiento, biografías de políticos, deportistas, cantantes y mediocres personajes cuyas vidas uno se pregunta a quién pueden interesar, tomos sobre los misterios de Egipto o la leyenda de los templarios, historias de monstruos y magos y, entre todo ello, si hay suerte, alguna novela del Nobel Saramago o Madame Bovary, de Flaubert.

Por si fuera poco, ni siquiera resultan atractivos esos volúmenes por sus portadas, que nos resultan chabacanas, vulgares o chillonas en la mayoría de los casos. Su estética parece estar acorde con el contenido.

Uno piensa entonces con nostalgia en los libreros de la madrileña cuesta de Moyano, cerca del Retiro, en las librerías de viejo de tantas ciudades españolas o en los famosos bouquinistes de los márgenes del Sena que tanto gustaba frecuentar a nuestro gran Azorín, siempre a la búsqueda de viejas ediciones de libros raros.

Aún quedan, es cierto, en algunos lugares de nuestro país pequeñas librerías cuyos escaparates exhiben exactamente los títulos que, si no los tenemos ya, nos gustaría tener en nuestras bibliotecas, librerías administradas por una o dos personas, normalmente el dueño, que ha leído los libros que pone a la venta y que, conocedor de nuestros gustos, puede orientarnos sobre las novedades que valen realmente la pena.

Pero las grandes superficies van acabando desgraciadamente con esas pequeñas librerías como acaban con todo tipo de pequeño comercio en el centro de las ciudades y cada vez parece haber menos diferencias entre el consumo de un libro y de una hamburguesa.

Esas grandes superficies o cadenas de librerías a las que las editoriales pagan muchas veces para que pongan sus nuevos títulos en lugares bien visibles para así facilitar su conversión en superventas.

Como señala Mario Vargas Llosa en su Civilización del Espectáculo (Alfaguara), un breve y muy recomendable ensayo sobre lo que nos está ocurriendo, la diferencia esencial entre la cultura del pasado y «el entretenimiento de hoy es que los productos de aquélla pretendían trascender el tiempo presente, durar, seguir vivos en las generaciones futuras, en tanto que los productos de éste son fabricados para ser consumidos al instante y desaparecer, como los bizcochos o el popcorn».