La prensa estatal es la principal responsable de las calamidades que se abaten sobre la antigua Familia Real. Su papanatismo servil –«pacto tácito», en castizo– hacia La Zarzuela ha creado el clima óptimo para los escándalos destapados a lo largo del último año. Toda institución no escrutada se corrompe inevitablemente. Los porteadores del botafumeiro no actuaban con conciencia de Estado, sino a cambio de una caricia regia en el lomo. De repente, se apean de su defensa encarnizada del oscurantismo palaciego, para solicitar a gritos que se impute a la infanta Cristina en la causa que afecta a su marido. Peor todavía, cargan por aparente trato de favor contra el único juez que ha tenido el coraje de destapar una trama apestosa. Sospechoso, como mínimo.

Cada vez que leo que hay que imputar a Cristina, me fijo cuidadosamente en quién lo dice. El arrebato justiciero surge no sólo de los enterradores de los escándalos de Urdangarin mientras se producían. Procede asimismo de quienes camuflaron el evidente destierro de los duques de Palma a Washington, aquel cordón sanitario establecido por La Zarzuela cuando no sólo presuponía que estaba al margen de la ley, sino que la administraba. Los ocultistas ofrecen ahora lecciones de integridad, y consideran que la justicia flaquea si no se imputa a la Familia en pleno.

Cada capítulo del caso Urdangarin ensombrece su figura hasta los límites de la náusea, y obliga a preguntar qué papel jugaban los inquisidores durante aquellos años. Uno y otros han lesionado irreversiblemente a la monarquía, que nunca se desprenderá de este escándalo económico. Los ávidos por la imputación de la Infanta persiguen a menudo que el caso implosione antes de llegar a juicio. O peor, movilizar a magistrados mucho menos conscientes de sus obligaciones que el humilde juez de instrucción que ha enfrentado al Estado con sus vergüenzas. Bajo la capa de la exigencia escrupulosa, desean anular la investigación, con un escarmiento de propina. ¿Su premio? Otra caricia en el lomo.