Un médico argentino, de nombre Francisco Occhiuzzi, contaba en una conferencia destinada a profesionales de la salud que existe una enfermedad psicológica llamada broncemia, provocada por la excesiva cantidad de bronce en la sangre. Esta enfermedad hace sentirse a las personas que la padecen merecedoras de que su memoria quede inmortalizada a través de estatuas de bronce que presidirán hospitales, universidades, calles y plazas. Al parecer, fue otro médico argentino, el doctor Narciso Hernández, quien acuñó el término y difundió la ingeniosa idea. La broncemia es una enfermedad fantástica, que deberíamos prevenir con perseverancia, inteligencia y humildad.

La enfermedad, cuya descripción, síntomas y remedios explicaré a continuación, no afecta solo a los médicos. En todas las profesiones puede haber broncémicos, aunque algunas sean más propensas a que sus integrantes contraigan y desarrollen la enfermedad. Los médicos broncémicos desayunan con Dios y bajan luego a atender a sus pacientes. Los próceres de la Academia, afectados por la enfermedad, se instalan en las torres de marfil del conocimiento inerte y contemplan desde la altura de su petulancia a los iletrados paseantes.

Antes afectaba casi exclusivamente a los varones pero ahora, con los indiscutibles avances que ha traído el feminismo, hay algunas mujeres afectadas, a quienes se puede considerar prácticamente desahuciadas. Quienes llegan a contraer la broncemia se sienten muy cómodas y muy bien acomodadas a sus síntomas y efectos.

Cuando una cantidad inapropiada de bronce llega a la sangre, el paciente empieza a pensar que su rostro merece ser esculpido y exhibido a la generación presente y a las sucesivas, dada la inconmensurable valía de sus aportaciones científicas, sociales o políticas.

Otros síntomas importantes de la enfermedad son los siguientes. En primer lugar una diarrea mental incontenible. El broncémico habla sin cesar, inevitablemente de su persona y de sus éxitos. El segundo síntoma es la sordera interlocutoria. Su marcada hipoacusia hace que el broncémico no escuche a nadie, por muy interesante que sea lo que dice. El tercer síntoma es el reflejo cefalocaudal, que consiste en una extrema rigidez postural. El broncémico es hierático. Como el bronce se empieza a acumular en los pies, no camina, se desplaza majestuosamente.

La enfermedad pasa por dos etapas, claramente diferenciadas, aunque igualmente significativas. La primera es la «importantitis». El afectado, en uno y otro sentido, se cree tan importante que merecería todos los honores y todas las distinciones habidas y por haber. La segunda es la «inmortalitis», que consiste en la convicción de que merece que su memoria se perpetúe a través del tiempo. La humanidad se debería sentir dichosa y orgullosa de su paso por la tierra. Es muy lógico que su efigie se exhiba en estatuas de bronce que canten su inmortalidad.

No le gustaría a un broncémico el título del nuevo libro de David Safier: Yo, mi, me…contigo. Él preferiría este otro, más acorde con su elevado autoconcepto: Yo, mi, me…conmigo.

La broncemia es una enfermedad contagiosa. Estar rodeado de broncémicos encierra un peligro notable. La adulación es una de las formas más destacadas y frecuentes de contraer la enfermedad, así como la falta de autocrítica y, por supuesto, de humildad.

Quien tiene poder, fama, dinero o muchos conocimientos está en situación de riesgo. Hay quien se cree más por haber alcanzado el éxito, sin caer en la cuenta de que éxito se va muchas veces como llegó. No se da cuenta el broncémico de que la admiración que pretende arrancar con su distanciamiento y su desprecio a los demás, hace que le vean como un ser despreciable y engreído. No se da cuenta que provoca menosprecio ante su afán de imponerse y risas ante su afectada solemnidad.

Los primeros efectos que produce la acumulación de bronce generan en el paciente una serie de llamativas reacciones: pierde la sonrisa, no acepta los errores, se encierra en su soledad al tiempo que se aleja de los demás, ve a los otros de tamaño diminuto, rechaza el tuteo, desprecia los sentimientos, le da mucha importancia a las formas, viste de traje y corbata, se muestra displicente, mira a los demás por encima del hombro, no aprecia las cualidades ajenas, no es capaz de reconocer las cosas buenas que hacen los demás, nunca felicita a nadie…

Los broncémicos se muestran tan engreídos que si comes con uno de ellos, puedes levantarte de la mesa y ausentarte sin que se percaten de ello, sin que al carecer de interlocutor se interrumpa su egolátrico discurso.

¿Tiene curación la broncemia? Difícil, muy difícil. Por la lógica de autoservicio que convierte cualquier situación o cualquier comentario en unos gramos más de bronce que se suman a los ya existentes. Ni las mejores curas de humildad, sencillez y cordura son suficientes.

El tratamiento exige unas dosis extraordinarias de sentido común y de sensatez. Es buena medicina relativizar nuestra posición en el tiempo y en el espacio. ¿Quiénes somos, cada uno de nosotros, en el marco del universo mundo y en el devenir de los siglos?

El broncémico no se da cuenta de que su solemnidad resulta ridícula y de que su engolamiento le convierte más en objeto de risa que de admiración. No se da cuenta de que al mirar por encima del hombro a los demás, no los empequeñece sino que los distancia. Uno se pregunta por la obsesión que los broncémicos tienen de perpetuarse a través de estatuas de bronce. Todo el mundo saber que sobre la cabeza de muchos próceres depositan las palomas sus excrementos y sobre los pies que sostienen su cuerpo inanimado orinan tranquilamente los perros.