El cine español boquea como un boquerón en el rebalaje de la crisis. Hace tiempo que en sus pulmones falta el necesario oxígeno azul del talento para respirar y moverse con frescura en los festivales y en las pantallas de las salas españolas. La caída del 42% en la taquilla, con respecto a 2011, y la opinión generalizada de los profesionales del gremio y de los críticos, ponen de manifiesto la grave situación de un sector demasiado dependiente de las subvenciones y del auge de la televisión que ha impuesto un producto de baja calidad. Desde hace años, quienes manejan la industria han enfocado el éxito de las películas en función exclusiva de su rentabilidad comercial. Si uno repasa la lista de películas respaldada por millones de espectadores topará inevitablemente con la saga de Torrente y otros títulos cuyos principales rostros son los ídolos televisivos de los adolescentes. Actores y actrices, jóvenes, de estupendo palmito, con escasos recursos interpretativos, procedentes de las series y que, al contrario que otras generaciones de excelentes actores, jamás han pisado las tablas de un teatro ni el aula de una solvente escuela de interpretación al estilo de Cristina Rota. Lo mismo podría decirse de los bisoños directores y de los guionistas que copian y repiten continuamente los modelos y clichés que funcionan (guerra civil, desafectos de juventud, precocidad sexual, melodramas gruesos y comedias absurdas) pero sin talento y audacia a la hora de contar una historia. Con este panorama, el cine español tiene difícil, muy difícil, recuperar la credibilidad que le aportan nombres como Saura, Chávarri, Colomo, Lluís Homar, Juan Diego, Eduard Fernández, Medem, Elena Anaya, Luis Tosar y Bardem entre otros, convertidos en especies en peligro de extinción, y afrontar un presente y un futuro en el que la crisis amenaza seriamente con finiquitar el cine.

En esta situación no sólo tienen responsabilidad los jóvenes actores y directores. Los productores, cada vez más pacatos y con miedo a arriesgar dinero, la industria televisiva y la sociedad, no se libran del dedo acusador. Chávarri ha nombrado la bicha sin paños calientes. «antes la cultura era una manera de protestar, ahora es una manera de ser elitista. La gente ha perdido la relación con el lenguaje que transmite cosas más complejas y prefiere lo cotidiano, lo asequible que ofrece la televisión». Evidente. El empobrecimiento cultural de nuestro país, el deterioro de la formación, la falta de excelencia y de calidad en todos los ámbitos, ha generado un público potencialmente analfabeto en lenguajes artísticos, propenso a lo burdo, a la ordinariez, a lo fácil, sin cultura general y sin referentes. Le pasa al cine, le pasa a la literatura. También al arte. Los antiguos años del cineclub no volverán. Hoy por hoy el cine de autor es impensable. En España no tenemos festivales como el Sundance y sí festivales con escaso presupuesto, más pendientes del glamour de bisutería y de un puñado de rostros que enloquecen a la juventud guay. Tampoco hay una industria que apoye el cine independiente, de bajo presupuesto y de talento, como sucede en Alemania, en Gran Bretaña o en Francia. No es extraño que frente a esta pantalla amarillenta, los profesionales se busquen la vida en otros países o que busquen acomodo en la publicidad. Podrían hacerlo igualmente en la televisión pero los productores no los llaman. Lo peor es que no existe una alternativa, como se predecía hace unos años, en el cortometraje, donde también es patente la mediocridad y la escasez de dinero, ni tampoco en el documental, un género que sí transmite calidad pero al que le resulta muy difícil encontrar financiación y una posterior distribución que sea digna.

Ayer acabó la décimo quinta edición del Festival de Málaga. Se repartieron biznagas y aplausos a películas que nadie recordará dentro de un par de años. Enseguida llegará el triste balance y las excusas y en el aire quedará la sensación de que al cine español le queda un año menos de vida. Igual que a un Festival que nació con buen pie, que durante unos años mantuvo nivel e interés y que hoy boquea en el rebalaje, como un pez después del botellón.